Tu mirada, oscura como el laberinto que cada
día pisas, encierra en sí la angustia de quien vive a merced del destino, el valor de
quien se curte cada día en la lucha contra el tiempo y la esperanza de quien aguarda el
final del túnel para salir a la luz y no volver a perderla nunca más.
Tú sabes más del miedo que ningún mortal,
y aún así no te asusta, más bien lo convertiste en tu compañero, quien comparte
contigo el desafío cotidiano a la tierra para arrancarle su preciado tesoro.
Tú sabes más de la indiferencia de los
hombres que ningún otro, porque sólo tú comprendes lo que significa llevar el pan cada
día a los tuyos con las manos negras y el alma encogida, como temerosa de que no exista
próxima vez, del recuerdo de los que no volvieron a sentir el beso amoroso que justifica
el esfuerzo y el riesgo.
Eres el símbolo de una raza que poco a poco
se extingue, porque el progreso se adueñó de todo y lo convierte todo en números y
porcentajes, en estadísticas frías e inhumanas que manipulan el bien y el mal a su
antojo y deciden así lo que debe vivir y lo que debe morir.
En un futuro, cuando el último de los tuyos
se haya extinguido, cuando tu imagen negra sea sólo un recuerdo en los libros de
historia, la sangre derramada por tantos y tantos que pagaron el precio que la tierra
reclamó como intercambio, será sólo una anécdota más de esta humanidad que escribe su
historia con dolor y sufrimiento, con la mirada puesta en un futuro mejor, con la
esperanza de que tus hijos, o los hijos de tus hijos, no necesiten vivir lo que tú vives.
Y, a pesar de todo, defiendes con valentía
tu destino, luchas con furia contra quien trata de despojarte de aquello que ya es parte
de ti, de la misma forma que tú eres parte de la tierra, de sus entrañas, de su fuerza y
de su drama.
Un día tras otro renaces porque ella te
otorga la vida, pero tú sabes desde el silencio de tu soledad que ella es tu dueña,
quien maneja tu destino, quien te libera y quien te reclama.
Y, como la tierra, aguardas el tiempo de tu
liberación, el momento en que salgas a la luz del sol y no tengas que mirar atrás,
porque aunque eres un hijo de la tierra, ella te devuelve un día a tu origen, al
definitivo encuentro con los tuyos.
Pero a veces sucede que te has fundido
demasiado con ella, que te has convertido en parte de ella, y no encuentras tu sitio en la
libertad, tal vez porque tu libertad no tiene sentido sin ella, porque el hombre es uno
con su madre, la tierra, y las cadenas que hay que romper no son las cadenas de la tierra,
sino las cadenas de los hombres, las cadenas de los egoísmos, las cadenas de las
injusticias, las cadenas con que los poderosos tratan de amarrar tu vida y convertirte en
su esclavo.
Pero la tierra te dio de su fuerza, de su
coraje. Te invistió con la valentía de los que conviven con el miedo, con el riesgo.
Inundó tu espíritu de su poderoso aliento y por eso eres temido y respetado, incluso por
los que se rodean de sicarios para amenazarte, para reducir tu valor.
No dejes nunca de luchar, porque tu lucha es
el símbolo de una raza que tratan de extinguir, porque tu coraje contagia y estimula a
los que están hartos de callar y llorar desde la impotencia, porque tu mirada decidida
refleja un alma sincera y noble, un guerrero fundido en las fraguas de las entrañas de la
tierra.
No dejes nunca de luchar, porque en tu lucha
muchas esperanzas reposan, porque si tu lucha se extingue muchos fuegos se apagarán,
porque, tal vez, tu lucha sea la última lucha noble, el último grito de una tierra que
se volvió sumisa, de una raza que perdió su dignidad.
No dejes nunca de luchar, hijo de la tierra.