Al principio me tomé su llegada como algo natural.
Casi lo esperaba. Con los primeros fríos es habitual la visita de unas corrientes que me
atacan por los pies, suben por mi espina dorsal y acaban indefectiblemente en la punta de
mi nariz. Es un proceso que no me alarma. Sin embargo este año me ha tomado por asalto
este moco aguerrido. He intentado, lo juro, zafarme de él a base de dosis intermitentes
de ácido acetilsalicílico. Pero nada. Ha desarrollado su propio sistema defensivo que lo
inmuniza contra mis intentos desesperados de mandarlo a tomar viento. Cuando parece que ya
lo he aniquilado, regresa súbitamente y con fuerzas renovadas a tomar posesión de su
hacienda. Es loable su sentido del deber. Se crece con las dificultades, el muy
desgraciado.
La clave de este proceso catarral mío, tan
persistente, la he visto clara estos días. Esa insistencia moquil, que se niega a remitir
con los remedios habituales, por fuerza había de estar influída por otras razones. La
cuestión es que yo estaba errando el método, el tratamiento. No es correcto en estos
tiempos inflarse a aspirinas, paracetamol, ni derivados inútiles que lo único que hacen
es obligarla a una a gastarse los dineros en la botica. Mi moco es un moco conservador,
vaya eso por delante, y su resistencia numantina en la punta de mi nariz es una cuestión
de coherencia política. Moco, sí, pero con principios. Así están las cosas. Hay que
darse cuenta de que los aires han cambiado desde aquellos resfriados obrerillos que se
curaban con aspirinas, bufanda y un poco de cama. Qué tiempos. El moco solidario cumplía
con su obligación los días acordados, y luego desaparecía discretamente, dejándolo a
uno un poco baldado, pero tranquilo por una temporada. Cada uno a lo suyo y todos en paz.
Los mocos conservadores son otra cosa. No responden como se esperaba. Se combaten con
otras armas. Ejercicio, vida sana, buenas costumbres, aire de la sierra y hasta comunión
semanal si se le da cancha. Nada de chupar del bote y tirar de pastilla. Un moco de esta
legislatura, no merece mayores atenciones. Los resfriadillos son males menores. Lo peor es
darles importancia, porque se crecen, se les infla el ego y ya no hay quien pueda con
ellos. Es mejor dejarlos pasar.
Confiadamente espero que este moco mío desarrolle
felizmente su ciclo vital, y me deje en paz en breve, una vez le he informado debidamente
de su condición de mal menor. No hay nada como el saber, desde luego, ni nada peor que un
moco ignorante. Pero, qué inocente, olvido un detalle fundamental. Un moco conservador no
atiende jamás a razones tan simples. Pronto las evidencias me hacen sospechar que todo
son argumentos para ganar tiempo y afianzarse en el cargo. He llegado a la conclusión de
que a mi moco le encanta ese puesto nasal, encaramado a la punta de mi rostro, en un lugar
privilegiado, de visión inmejorable y de superioridad evidente, y no está dispuesto a
abandonarlo por las buenas. Ese boicot a la pastilla, vulgarmente conocido como
medicamentazo, no ha sido más que una maniobra, apoyada por los medios de comunicación y
algunos médicos de cabecera afines al catarro popular y otros cargos defensores del moco,
para afianzar a mi fiel compañero en el poder, a sabiendas de que con esos juegos corren
el riesgo de desestabilizar el sistema inmunológico, ya bastante debilitado el pobre.
Pero claro, una se entera de esas cosas tarde y mal.
De modo que heme aquí, bajo el dominio de un moco
imbatible, sometida a su particular dictadura, que no es tal, porque en su defensa he de
admitir que mi moco es demócrata, y que me permite elegir cuándo quiero sonarme y
cuándo prefiero sorberlo hacia dentro, de vuelta a su hogar. Como buen conservador, le
parece a mi moco que mucho estado de bienestar no es sano, que en seguida se acostumbra
uno, que luego me cabreo y me rebelo cuando sobreviene el momento bajo, el ataque viral,
la retahíla de estornudos, la llorera catarral, el picorcillo en los ojos, la
congestión. Su filosofía es la santa resignación, y se mosquea el maldito si reniego de
él, si en un ataque de rabia despotrico, me quejo, me tiro de los pelos. Entonces él,
que es sobre todo muy visceral y bastante zorrón, a la chita callando toma posiciones, se
reafirma en sus postulados y se asienta si cabe con más fuerza. Amanece al día
siguiente, presionando con mala leche las paredes de mi cavidad nasal para recordarme
quién tiene la sartén por el mango. Y me manda a los antidisturbios, escuadrones de
virus adiestrados que me patrullan de la cabeza a los pies, mordisqueándome las defensas,
minándole la moral a mis leucocitos, abortando cualquier amago de rebelión. "Y date
con un canto en los dientes, que podrías tener un gripazo de campeones". Es un moco
vengativo, un moco integrista incluso. Ese es el argumento: más vale moco conocido...
Vamos, que encima me hace un favor.