Lo último fue una nube de suela de
goma, negra, negrísima, que bajaba directamente hacia mí. Cerré los ojos y pensé,
macho, estás muerto.
Han venido a verme a casa. Ha sido un notición familiar. Han detenido al chico,
está en comisaría. Y de ahí al hospital. Y vuelta a comisaría. De momento casi no abro
el ojo derecho. El médico dice que con el tiempo no se va a notar nada, pero yo no me lo
creo, o no me da la gana de creérmelo, o a lo mejor es que me da completamente igual. El
abuelo, que cuando tiene audiencia no se frena, dijo que las cicatrices lo hacen a uno
más macho, y para demostrarlo allí mismo, en el salón de casa, se abrió la camisa y
nos enseñó el pequeño cráter que tiene al lado izquierdo, bajo las costillas, un
souvenir de la guerra. Me quitaron el plomo cerca de aquí, unas calles más abajo, sobre
los adoquines, a cuchillo y con un litro de aguardiente. Esta es la historia mil veces
contada. La batallita del abuelo que ya nadie escucha de puro aburrimiento, nos pareció
esa tarde la crónica terrible de un tiempo extrañamente cercano. Porque el abuelo está
vivo, viejo pero bien vivo. Lo de la pierna fue en otra ocasión, cuando se le ocurrió
cagarse en dios por megafonía el día del santo patrón, con las autoridades reunidas en
el balcón del obispado y el pueblo en la plaza. Esos días hubo problemas en unos
talleres, por el despido de unos trabajadores, y andaba la gente un poco alterada. Al
abuelo le dieron duro porque siempre fue un poco respondón. Desapareció por la tarde y
volvió a aparecer a las cinco de la madrugada, a la puerta de la casa de sus padres, con
el cuerpo entero amoratado como una berenjena. De ahí, dice, le viene su instinto
meteorológico: la pierna le canta los cambios de tiempo, y la cojera joven le dio tema de
conversación para el resto de su vida.
Mi padre mira por la ventana y habla poco. Deja que sea mi tío el que
me interrogue. Me hace un gesto con la cabeza, como diciendo pero dónde te metes, hombre
de dios, para que te pongan la cara así. Me coge la cara y hace ademán de tocarme la
brecha. Quita, le digo, que duele.
Esa fue cuando caí al suelo. Me dejé rodar un poco para ver si me
salía de la marabunta, que aquello era como un encierro de los sanfermines, cientos de
pies lloviendo de todos lados, corriendo, corriendo, un descontrol de zapatillas
deportivas cabalgando en todas direcciones y de humo antidisturbios. Las zapatillas
deportivas no dan miedo. El miedo llega cuando ves, con la cara a ras de suelo, como yo
estaba, que se acercan las botas, negras como un ejército de cucarachas, y desaparece la
familiaridad de las embestidas inevitables y casi cariñosas de los colegas, y se te viene
de pronto encima, directa al estómago, una puntera negra como el azabache, brillante como
el lomo de un insecto, inevitable como las cucarachas. Me enrosqué como un niño y aullé
hacia dentro, sujetándome el estómago con los brazos como queriendo aliviar aquella
tonelada de acero que se me había venido encima. La siguiente la sentí en la espalda, un
pleno en los riñones. La punzada me hizo arquearme como un gato. Miré hacia arriba y por
los ojos medio cerrados se coló una rendija de cielo perfectamente azul. Lo último fue
una nube de suela de goma, negra, negrísima, que bajaba directamente hacia mí. Cerré
los ojos y pensé, macho, estás muerto.
A partir de ese momento no sabría decirte en qué orden vinieron las
cosas. Me levantaron del asfalto y supe que de muerto, nada. Tengo un vago recuerdo del
sabor del revestimiento del furgón. Por alguna razón tenía la cara contra el suelo, o
contra una pared, o contra el techo, yo qué sé. La verdad es que todavía no había
abierto los ojos, te confieso. Pero sé que bajé del furgón a patadas.
Mi tío me escucha. Está serio. Mi tío vive en Francia, y ha cogido
un avión en cuando se ha enterado del episodio. Mi madre, encima, ha montado el numerito.
Ocho años sin aparecer, y va a resultar que tienen que darle al crío una somanta para
que te dignes a cruzar los Pirineos. El crío soy yo. Tengo 23 años y preferiría que mi
madre cerrase la boca, aunque no se la puede tomar en serio porque está bastante
nerviosa. El tío entiende lo que pasa, por eso ha venido. Sabe, vaya si sabe. El tío
estuvo tres días detenido a finales de los sesenta, por haber participado en la
organización de una protesta estudiantil. Yo lo único que sé es que en cuanto lo
soltaron su padre lo metió en un tren rumbo al norte. En la frontera hizo un corte de
manga y contadas veces se le volvió a ver.
Mira chaval, cómo te lo cuento: estas cosas pasan. Eres un toro joven
y quieres embestir. Estás en tu derecho. El sistema está podrido, ya me sé esa
canción. El sistema, entérate, sea cual sea siempre está podrido, por eso es el
sistema. Pero ten una sola cosa clara: al que va contra corriente le parten la cara, al
que pide más de la cuenta le parten la cara, al que se pone en primera línea le parten
la cara. Aquí todo se paga. ¿Entiendes? No importa lo que te hayan contado. Hay mucho
bestia de uniforme aunque sean bestias en democracia.
Eso me dijo.
Dicen que mi tío tiene la espalda marcada como un cruce de vías. Y yo
pienso que hay muchas historias, y que todas son la misma historia.
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