BREVIARIO DE
FALSEDADES
POR JOSE
MANUEL VILABELLA
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EL MILAGRO
No
sé exactamente cómo sucedió, Filomena. Yo estaba con los otros ciegos en la
fila; porque ¿sabes? nos llevaban en fila para que no nos perdiésemos. Ibamos todos cogiditos de la mano como en una procesión y don Delfín,
el cura párroco, iba diciendo en voz alta lo que veía para que nosotros nos hiciésemos
una idea: "A la derecha está situado el altar de san Jenaro y a la izquierda la
capillita de san José, y en frente, justo en frente de nuestras narices, está ubicada,
queridos hermanos, la gruta milagrosa de Nuestra Señora la Virgen de Lourdes".
Cuando dijo que estábamos ante Nuestra Señora se oyó un murmullo de satisfacción
porque, al fin, habíamos llegado al término del viaje. "Ahora, hermanos -continuó
diciendo don Delfín- os arrodilláis y con los brazos en cruz, que cada uno pida su
gracia. Tenemos dos minutos. Sed breves, por favor".
-¿Y por qué solamente os dio dos minutos para
formular un deseo? -Preguntó dulcemente Filomena-.
-¡Pareces tonta, mujer! Piensa que a Lourdes llegan
miles de peregrinos. Cientos y cientos de autocares repletos hasta los topes de
paralíticos, ciegos, cojos, baldadiños y desdichados de todo tipo. Si cada uno se pasase
las horas muertas delante de Nuestra Señora pidiéndole cosas se organizarían unas colas
tremendas, unos tapones terribles, porque allí todas son horas punta. Yo me arrodillé
como el resto de mis compañeros y le dije a la Señora por decir algo: "Virgencita,
Virgencita, que recupere la vista", y de pronto, ¡zas!, el milagro. Yo, la verdad,
al principio no me lo creía. Me parecía mentira y, al mismo tiempo, me daba como algo de
vergüenza. Estuve unos minutos observando el panorama y disimulando, o sea haciéndome el
ciego, pero como aquella situación había que afrontarla tarde o temprano me armé de
valor, llamé a don Delfín y le dije muy bajito, para que nadie más que él pudiese
enterarse: "don Delfín, don Delfín, que un servidor ha recuperado la vista".
El puso cara de mala leche y exclamó: "Déjate de coñas, Jacinto, que tengo mucho
trabajo y el horno no está para bollos!". Tuve que insistir; incluso ponerme pesado:
"Que se lo juro por mi madre, don Delfín, que veo perfectamente". Y entonces
él empezó a dudar. "¿Cuántos dedos hay aquí?", me preguntó levantando la
mano. "Tres", contesté sin vacilar. "¿Y aquí?" y se metió la mano
en el bolsillo. "Ahí no hay ninguno, don Delfín". Y para que me creyese le
hice una descripción completa de la plaza, de los autobuses, de las tiendas de recuerdos,
de la gente. A los pocos minutos, cuando ya estaba convencido, me interrumpió con la mano
y dijo: "¡Jo, un milagro!", y después, sin venir a cuento, me echó una bronca
como si aquello fuese culpa mía: "esto no te lo perdono, Jacinto. A un amigo no se
le hace una faena así, caramba".
-¿Y cómo reaccionó la gente? -susurró Filomena
-Fue apoteósico y muy emocionante. "¡Un
milagro, un milagro!", gritaban los peregrinos; sobre todo los paralíticos se
ponían como locos y todos me señalaban con el dedo: "¡El calvo aquel recuperó la
vista!"."¡El ciego bajito, el de la cazadora, ya ve y, además, sin
gafas!". La gruta entera estaba revolucionada. Lourdes era una fiesta. Fue algo
inolvidable.
Al llegar a aquella parte de la descripción de su
experiencia, Jacinto se ponía triste; sin saber muy bien por qué le invadía un profundo
desánimo y los recuerdos al desgranarlos uno a uno le iban sumiendo en una dolorosa
melancolía.
-Lo mejor del milagro fue el milagro propiamente
dicho; el hecho prodigioso de que un ciego de nacimiento pueda ver porque sí, desafiando
a las leyes científicas; ciscándose, con perdón, en la medicina del seguro. A mí,
Filomena, me gustó mucho el milagro porque había ocurrido lo imposible. ¿Te das cuenta?
Lo imposible. O sea lo que no puede suceder jamás. Cuando ocurre lo imposible el que gana
es el pobre, el desvalido. Los poderosos siempre se benefician de las cosas posibles, de
las cosas lógicas. Los ricos recuperan la vista cuando los operan en Suiza y los pobres
cuando van a Lourdes y les toca la china, cuando suena la flauta por casualidad. O sea,
cuando ocurre el milagro de lo imposible.
-¡Qué suerte hemos tenido, Jacinto!
-Sí, mucha suerte; lo del milagro está muy bien,
pero recuperar la vista no me hizo en el fondo tanta ilusión, total... ¡para lo que hay
que ver!
-No digas eso, amor mío, que Dios te va a castigar.
Ver es estupendo; todo el mundo lo dice. La gente que entiende de estas cosas, los
señores cultos y las señoras bien vestidas, aseguran que ver amanecer es una cosa
preciosa y que en primavera las puestas de sol son una maravilla, y que el mar, sin ir
más lejos, es muy bonito con sus olas blancas, sus gaviotas y sus mariscos.
Lo que pasa es que nosotros no entendemos porque
somos unos ignorantes; pero a mí me han dicho, de buena tinta, que no hay sentido que dé
más satisfacciones que el de la vista.
Jacinto, que ama apasionadamente a Filomena, cierra
los ojos para verla mejor. Le gusta oír su voz, sentir su calor, intuir como se mueve por
la casa. Jacinto para sonreír, para ser feliz, necesita cerrar los ojos, olvidarse del
milagro y recuperar, aunque sea por un momento, su ceguera de toda la vida, que desde la
profunda oscuridad las cosas se imaginan, se adornan, se mejoran. Cuando se casó con ella
Jacinto ya sabía que Filomena no era una mujer hermosa. La pobrecilla, sí, era
jorobadita, tenía una pierna más corta que otra por un maldito paralís y le olía el
aliento -la halitosis, ay, la halitosis-, pero todo eso no le importó porque las
cualidades superaban a los defectos.
Filomena sabía cocinar, era pura, honesta a carta
cabal, alegre y limpia como los chorros del oro y, sobre todo, era su amiga del alma, la
que le guiaba hasta la calle principal y le dejaba en la esquina más estratégica para
que vendiese el cupón y se ganase honradamente unas pesetas. "Qué bien cantas el
cupón, amor mío", le decía Filomena con aquella dulzura suya que le levantaba el
alma. "Ofreces la suerte como nadie cuando dices: ¡el que toca, tengo el que toca,
señorito! No es porque seas mi marido, amor, pero eres el ciego más guapo de la
provincia; te pareces a Jorge Negrete, pero en bajito".
Filomena y Jacinto formaban una familia feliz hasta
que ocurrió lo del milagro, hasta que Nuestra Señora la Virgen de Lourdes le devolvió a
Jacinto la vista como respuesta a una petición rutinaria. "Si ya decía yo que eso
de las peregrinaciones no podía traer nada bueno", se lamentaba el ex ciego y su
santa esposa, aunque por prudencia no decía nada, en el fondo le daba la razón.
Al principio todo fue bien, incluso a veces
resultaba divertido. Los médicos del seguro examinaron a Jacinto, le reconocieron de
arriba abajo, le hicieron sacar la lengua, decir treinta y tres y mirar por un canuto. Un
poco enfadados porque los científicos son muy suyos, le pusieron un buen día en la calle
con un informe que decía: "De acuerdo con las leyes de la medicina, el infraescrito
Jacinto Paracuellos Carrascal no puede ver, pero como realmente ha recuperado la vista,
creemos que se trata de un milagro que rebasa ampliamente el ámbito de actuación de los
oftalmólogos y entra de lleno en el terreno del obispo de la Diócesis". Y le
mandaron con un volante al Palacio Episcopal para que lo examinara don Gabino.
El prelado, que se encontró con el problema de
sopetón, miró a Jacinto con desconfianza.
-Bueno, hombre, bueno... ¿Con qué tú eres el del
milagro, eh?
-Sí, señor -contestó el ex ciego, e intuyó que
se había convertido en un ser singular, en un marginado sin oficio ni beneficio, en una
variante de la ternera de dos cabezas, en un pequeño y molesto garbanzo negro.
A Jacinto lo examinaron médicos, canónigos,
funcionarios municipales, ingenieros de caminos, abogados y hasta una comisión de la
Asociación de Amas de Casa. Todo el mundo quería ver el afortunado mortal que había
recuperado la vista, el beneficiario de los dones del cielo, al preferido del más allá.
Jacinto iba de un sitio a otro haciendo demostraciones. La gente, para convencerse de que
había recuperado la vista, le hacía guiñar un ojo, mirar de refilón, adivinar cuantos
deditos levantaba el niño mofletudo y Jacinto, con toda resignación, vió, oteó y
adivinó para darle gusto al personal. La ONCE entregó a Jacinto una placa de plata y le
obsequió con una comida de hermandad. "Amigo Jacinto, eres el orgullo de la
asociación -le dijo el Presidente a los postres- porque tienes algo de Lázaro y tu fe ha
movido montañas; tus ojos muertos se han puesto en pie, han resucitado. Siempre te
recordaremos con cariño, y aunque ya no puedas pertenecer a nuestra asociación porque
como tú muy bien sabes los estatutos son muy estrictos en estas cuestiones, te
consideraremos desde este mismo momento como un ciego de honor.
Un abrazo y ya sabes donde nos tienes,
Jacintín..."
Al recuperar la vista perdió el trabajo y la
alegría. Vio, al pasear por las calles, un mundo desconocido, gris e inhóspito.
La ciudad que antes le trataba con respeto dejó de
ser un variado conjunto de ruidos acogedores para poblarse de seres crueles, de
depredadores feroces. Las personas que antes le ayudaban a pasar la calle y le hablaban
con cariño, ahora le empujaban sin clemencia. Con sus ojos recién estrenados vio la
sonrisa irónica, el gesto burlón, la mueca cruel y aprendió, en unas pocas semanas, que
las buenas personas son también seres desalmados con sus semejantes.
Y Jacinto, y eso fue lo peor, vio de cerca a
Filomena. Observó su labio leporino y sus piernas arqueadas, sus orejillas retorcidas y
su trasero deforme y gordo. No tuvo más remedio que fijarse en la verruga peluda que
adornaba su cara y en el poblado bigote con que la pródiga naturaleza le había
distinguido.
Filomena ya no era una voz amorosa; había dejado de
ser un cuerpo cálido en las noches de invierno, el lazarillo que le guiaba por la ciudad.
Filomena se convirtió en un ser ridículo y deforme; en un aborto de la naturaleza.
Tres meses después del milagro Jacinto se dio
cuenta de que el llorar y el rezar mitigaban su tristeza, y lo que en principio fue un mal
pensamiento se fue convirtiendo en un deseo irreprimible, en una esperanza redentora.
Sonreía al pensar que el mundo sería más hermoso si no existiesen los milagros, y por
primera vez sintió eso que llaman caridad por el pobre Lázaro, por el desdichado aquel
que regresó del más allá desandando caminos, y que dicen que dijo, cuando era viejo y
achacoso: "¡Qué frío hace en este mundo cruel. Si lo sé no vengo!"; el
anciano aquel que escandalizaba a sus vecinos cuando les aconsejaba: "No vayáis dos
veces a la misma ciudad, ni regreséis nunca al lugar del crimen". El viejo borracho
que gritaba como un loco: "¡Los muertos no se tocan, coño!"
Una noche se atrevió a decir en voz alta su deseo;
primero, tímidamente; después, con toda claridad; y lo que susurró al comienzo con un
poco de vergüenza, lo imploró después con desesperación, a gritos.
-Virgencita, Virgencita, haz que pierda la vista que
quiero recuperar mi empleo y querer nuevamente a mi mujer. Que no quiero ver nada,
Virgencita, que los hombres me parecen malos y la vida terrible, el mundo inhabitable, las
calles crueles y tengo envidia de mis hermanos los ciegos del mundo. Devuélveme,
Virgencita del alma, la ceguera. Haz otro milagro y quítame la vista. ¿Por qué tenías
que fijarte en mí, Virgencita?
El señor Obispo le escuchó con paciencia
evangélica. El buen prelado aunque le comprendía no podía darle la razón. El más
allá, el revés de la vida, la oscuridad eterna le impedían manifestarse con claridad.
-Hijo mío, el beneficiario de un milagro es un ser
singular, un elegido. Tú eres el testimonio, la prueba irrefutable, el surco que queda
cuando pasa el arado del Señor.
Los milagros son irreversibles y a quien Dios se los
dé san Pedro se los bendiga. Ves porque tienes que ver, aunque no te guste lo que veas y
caiga quien caiga. Nadie puede quitarte la vista; nadie está autorizado para devolverte
la ceguera. Me temo, hijo mío, que estás condenado a ver.
La noticia trascendió a los medios informativos y
el cuarto poder se ocupó cruelmente de Jacinto: "El ciego que quiere volver a las
tinieblas para seguir cortando el cupón". "La Virgen de Lourdes se equivoca de
destinatario de sus favores y devuelve la vista a un desagradecido". "Por
cuestiones económicas quiere renunciar a un milagro". Lo que pudo ser dramático se
convirtió en cómico y la bufonada, la burla cruel, hicieron presa en Jacinto y lo
vapulearon sin misericordia. Los niños le señalaban por la calle; la gente se reía con
desprecio cuando lo reconocía en el ascensor; los vecinos le retiraron el saludo. La
sociedad descoyuntó a Jacinto y le hizo saber que era un pelele, un marginado, un don
nadie.
Cuando lo comprendió ahogó un grito y con el pavor
sintió una extraña ternura y también, en el fondo, una alegría profunda.
-¿Por qué lo has hecho, Jacinto? Dime ¿por qué
lo has hecho?
El estaba inmóvil. No sentía ningún dolor. Unos
hilillos de sangre le caían por el rostro y le empapaban el cuello de la camisa.
-Lo tuve que hacer, amor mío, porque no me dejaron
otra salida. Recuperaremos nuestro mundo; volveremos a ser los de siempre; tú me
llevarás a la esquina y yo venderé el cupón y por las noches sentiré tu cuerpo junto
al mío y los dos nos daremos mutuamente calor.
Los esposos se fundieron en un estrecho abrazo y se
besaron con ferocidad; nunca habían sentido una pasión más devoradora, una excitación
tan intensa. Hicieron el amor de pie y contra la pared, entre gemidos y gritos, sin
preguntarse qué pensarían los vecinos. Hicieron el amor varias veces como cuando tenían
veinte años y lo hicieron, sí, desesperadamente. Y después, muy tarde, extenuados, se
sentaron en el suelo y un silencio prolongado y extraño los envolvió, como si entre
ellos, aleteando, hubiese pasado el ángel misericordioso que devuelve las plegarias y se
queda con los milagros defectuosos, el sangabrielillo comprensivo que anula los imposibles
y pone orden en las alturas cuando los dioses, las vírgenes, los santos y los beatos se
vuelven locos.
Y Jacinto abrió la mano y dos ojos sanguinolentos
se cayeron al suelo, y una mancha roja, una de esas manchas que no se quitan nunca, puso
perdida la moqueta.
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