Se
apoyó en la silla resoplando como un animal viejo y decadente. Le costaba respirar.
Ultimamente, cada vez más a menudo, le daban pequeños ataques de asma que le obligaban a
detener toda actividad. Los compromisos se habían reducido a lo imprescindible,
contadísimas audiencias obligadas, misa diaria, alguna comida oficial y firma de
documentos, pura parafernalia, porque le constaba que su secretario imitaba a la
perfección su rúbrica para asuntos que nunca llegaban a su conocimiento, y sellaba desde
su despacho temas innombrables que no llevaban firma porque fuera de esos muros y para el
resto del mundo jamás existieron.
Se quitó trabajosamente los zapatos y se dejó caer sobre la cama con dosel. Estupenda
cama, pensó, digna de un rey. La cabecera de castaño se la regaló un ebanista checo que
decía que se la había encargado Dios. Era una cabecera horrorosa, que le helaba la
sangre cara vez que se acostaba. El artesano había tallado en la madera los cuatro
jinetes de Apocalipsis. Cuando la vio le pareció un espanto, pero el asunto había
trascendido a los medios de comunicación y se había convertido en cotilleo nacional.
Habría sido un error no aceptarla. Así que cada vez que se acostaba sentía el aliento
de las figuras velando sus sueños. Parecía una lápida.
Hacía frío. Esos edificios antiguos, por muy arreglados, son y serán heladores por
los siglos de los siglos, amén. Se desvistió despacio, dejó sobre la mesilla su anillo
y el gran crucifijo que llevaba en el pecho, se puso un pijama de seda gris claro, se
santiguó, se metió en la cama y apagó la luz.
Encendió la luz. Tenía casi ochenta años, había sobrevivido a dos guerras
mundiales, la enfermedad, el hambre y un balazo en el pulmón. Había escalado en la
pirámide jerárquica con uñas, dientes, y todas las armas que cayeron en su mano, y
durante las últimas dos décadas había tenido en su mano todo el poder que soñó
durante sus años de juventud, y ahora, esta noche, de repente, le había sobrevenido la
intuición afilada, helada y certera de que iba a morir. Esta noche.
Se quedó petrificado, no por el miedo, no, a sus años ese no era un asunto que le
cogiera de sorpresa. Desde su atalaya había visto ya tantas cosas que la muerte había
acabado por hacérsele familiar como el café del desayuno. Le resultaba una idea cercana
e inevitable, y un hombre como él, pragmático hasta el extremo, no se preocupaba por lo
que era inevitable. Ya que la intuición había sido diáfana como un cielo despejado,
desde luego no iba a perder el poco tiempo que le quedaba con lloreras de anciano senil,
ni cagándose de miedo y rezándole a todos los santos y encomendando su alma a Dios
Nuestro Señor, como había visto hacer mil veces. No podría soportar un final tan
patético. Ni siquiera pensó en pedir la extrema unción. Para qué semejantes
tonterías. Necesitaba el tiempo. Sus ojillos pequeños y vivarachos, azules e
inteligentes, brillaban de ansiedad. Se irguió lentamente, jadeando. Parecía que el aire
en sus pulmones se hacía espeso como una gelatina. En la habitación contigua tenía un
pequeño despacho. Abrió un cajón de la mesa y sacó una grabadora y varias cintas. Se
sentó, pulsó el REC y comenzó a contar su historia. Era la una de la madrugada. Hasta
las siete y media de la mañana estuvo el viejo asmático y consumido batallando con las
flemas y desgranando los hechos con voz rota. Durante horas relató con pelos y señales
cómo tanto él mismo como sus allegados, y cómo otros que incluso para él permanecían
en la sombra, contribuyeron a forjar la historia de este siglo. Todos los horrores pasaron
por su mesa. Guerras urdidas dentro de esos muros, espionaje internacional, tráfico de
armas, relaciones con líderes mundiales, pactos y tratados de los que nunca nadie tuvo
conocimiento. Relación con los regímenes autoritarios de la última mitad de siglo,
colaboración con diferentes ejércitos para crear conflictos, alimentar enfrentamientos,
derrocar unos gobiernos y mantener otros; asesinatos, genocidios, terrorismo
internacional, golpes de Estado; dinero, inversiones, cuentas bancarias... Dio nombres,
fechas, lugares, datos todos capaces de provocar una crisis mundial sin precedentes porque
supondrían el descrédito total del sistema conocido. El hundimiento del Titánic. Toda
la historia contemporánea tenía algún capítulo dentro de esos muros, siempre un
capítulo oscuro e impenetrable. Confesó pecados propios y ajenos. Confesó atrocidades
tales que habrían hecho ruborizar al mismísimo diablo, caso de que existiese. Pero lo
peor, lo más escandaloso, lo más terrible fueron los silencios, los monumentales,
enormes, vergonzosos e históricos silencios. Callar fue la mayor traición a la
humanidad. El viejo era consciente ahora como lo había sido siempre de que todo era una
farsa, un tremendo engaño.
Pulsó STOP. Suficiente. Guardó las cintas en un sobre acolchado y escribió en él
una dirección a la que sólo se había dirigido dos veces en su vida: una, cuando fue
elegido; dos, ahora. Sabía que los secretos son poder, y que irse a la tumba con secretos
es tirar la casa por la ventana. Un despilfarro. Los secretos existen para ser
gestionados. De manera que confesó no por un ánimo mortal de descargarse de sus culpas
en el último momento, sino porque ante todo era un empresario, un estratega, un
diplomático.
Le dio tiempo a regresar a su cama con dosel y mirar esquivamente al impresionante
Cristo crucificado que presidía su habitación antes de cerrar los ojos. En ese último
segundo de transición entre dos mundos, en el que se mezclan y se confunden visiones
deshilvanadas de las dos orillas, pudo, por última vez, oír amanecer las campanas de
Roma.