El reloj es un artilugio esencial
que cuelga de una alcayata de los azulejos de la cocina. El reloj de
la cocina no se para nunca. El reloj de la cocina es el logos
doméstico que rige los movimientos de los habitantes de la casa. El futuro inmediato de
los habitantes de la casa pasa por la dictadura inflexible del reloj de la cocina. Por lo
tanto el futuro menos inmediato también cuelga del reloj de la cocina, el generalísimo
de la casa.
En la casa viven ella, él y
dos o tres chavales. La casa es un pisito sin balcón, pero con tres ventanas que dan a la
calle. Es un detalle importante, el de las ventanas. No todas las personas tienen tres
ventanas que den a la calle. A veces ni siquiera hay una ventana que de a la calle. A
veces hay que conformarse con vistas panorámicas de patios de luces sembrados de
tendales, de sábanas limpias que huelen a fritada, y de muchas otras ventanas.
Así que con tres ventanas a la calle ya puede uno estar contento en la vida.
Ella no trabaja. El no trabaja. Al menos fuera de casa. Dentro sí, al menos ella sí.
Todo el tiempo que le concede el reloj de la cocina lo dedica a frotar los muebles,
abrillantar los cristales, deslomar los sofás para que suelten los ácaros, flagelar las
alfombras por alguna de las tres ventanas que dan a la calle, alternándolas, que no sea
siempre la misma. Debe ser la casa más limpia del barrio, o al menos de la manzana, o al
menos del bloque. Cuando termina de darle un meneo a toda la casa que la ha dejado
tiritando, se planta frente al reloj de la cocina y comprueba que su marca personal sigue
gozando de buena salud. Y entonces, sólo entonces, después del maratón doméstico
diario, después de pasar el algodón por los azulejos de toda la casa para ratificar que
el limpiador es casi tan bueno como dice el anuncio, después de cuadrarse ante el reloj
de la cocina, después de autoconvencerse de que ha cumplido con su obligación, entonces,
digo, llega el glorioso momento de asomarse a la ventana. Sin corrientes, los cristales
repulidos, la habitación hiperventilada, sea invierno o verano. Acomoda los codos en el
alféizar y clava los ojos en la acera. Elige entre acompañar el ritual con un discreto
balanceo del cuerpo o dejarse languidecer de aburrimiento con la vista perdida y quieta
como una estatua. Cruza los brazos. Descruza los brazos. Hoy lleva el pelo recogido en una
coleta, quizás demasiado juvenil para ese puñado de canas prematuras. Algunos días
masca chicle con desgana. Otros días no. A veces se yergue con prisa, como si de repente
se hiciese la luz, como si se hubiese dado cuenta de un tremendo olvido, tremendo,
monumental e imperdonable. Se le viene a la cabeza, por ejemplo, que no le dio al botón
de la lavadora, o que se olvidó de meter la gaseosa en la nevera, o que no llamó por
teléfono a su madre, como había quedado. Entonces retrocede con decisión y se sumerge
en la casa, para rematar aquello que dejó a medias.
Su hombre, que no nos hemos olvidado de él, no trabaja. Lo que sí hace es dar
larguísimos paseos por la casa, de un lado a otro, haciendo como que tiene algo entre
manos, intentando fingir para darle esquinazo a ese aburrimiento tan mortal que le roba la
sangre. Vamos a calcularle cuarenta y pocos años. Lleva siempre una camisa remangada de
trabajador que no trabaja, y también observa el mundo desde la ventana. Desde su atalaya
mira las vidas de los demás, porque la suya propia no le provoca ningún interés. Así
que toma posesión de alguna de las tres ventanas, y monta guardia hasta que lo llaman a
la mesa. A veces coinciden los dos, y permanecen así, quietos, con los brazos cruzados y
los codos apoyados en las ventanas, mirando hacia abajo. No cruzan palabra. No sonríen.
No se mueven. Pasan los minutos sin que varíen un ápice la postura. Simplemente están.
Los días se suceden por clonación. Los meses se suceden por clonación. Los años pasan,
y la vida, que es un tiempo limitado, contado, finito, se escapa por las rendijas. El
tiempo no se detiene.
Me imagino que, como estos dos individuos, hay millones de vidas que son como millones
de muertes. Yo, que los observo, no puedo evitar preguntarme si el aburrimiento tiene
algún tope, es decir, si es posible que llegue un día en que una persona se sature y le
de un soponcio, y cuando la gente pregunte qué le pasó le respondan "no, no fue un
infarto, sencillamente se le reventó de golpe todo el vacío acumulado durante una
vida". Murió de sobredosis.
Hay vidas tristes, comunes, que sencillamente se consumen un poco más cada día que
pasa, pierden el brillo y finalmente se apagan, a pesar de que el corazón siga latiendo.
El aburrimiento también asesina. La rutina, la vida sin sobresaltos es otra forma de
fabricar cadáveres. Como estos dos individuos, hay muchos que se dejan vencer por el
hastío y lo convierten en principio y fin de su vida. De su muerte. Se les ha consumido
la mala leche.
La otra opción es tomar las riendas y empezar a vivir, moverse, opinar, aprender,
fallar, arriesgarse, morir en el intento, lo que sea. Todo menos llegar al final del
camino y tener que responder: "¿La vida? Pues mire usted, se me fue por el
váter".
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