Recuerdo
que me dolían los ojos de tanto mirar al cielo por seguir a aquel punto
multicolor que cada vez se hacía más pequeño. Sabía que había soltado
algo más que una simple cometa, había liberado mi mente y junto con
ella, había marchado también mi niñez.
Aquel había sido un verano diferente, de esos que dejan huella y no se pueden olvidar.
Para empezar, esa fue la primera vez que en mis tranquilos nueve años de vida, no había
ido de vacaciones al tedioso Benidorm sino a la granja de mis abuelos. La razón era muy
sencilla: mis padres se habían separado.
Yo debería haber estado triste o traumatizado, como decía el psicólogo del colegio,
pero la verdad es que no era así. Desde mi sencilla mente infantil había comprendido lo
absurdo que resultaba que mis padres vivieran bajo un mismo techo cuando en realidad no se
soportaban. Sabía que la que peor lo estaba pasando era mi madre. La oía llorar después
de aquellas largas conversaciones por teléfono con mis abuelas, y, -aunque de esto me
enteré mucho más tarde-, con el cura de la parroquia. Todos le decían que tenía que
aguantar, que todo se pasaría, que ella se acostumbraría. Ellos no sabían que mi madre
era una persona fuerte y valiente, y sobre todo, que tenía dignidad.
Tal vez y sólo por eso, ella, mi madre, fue la persona que más ha influido en mi vida.
Ella me enseñó a ser fiel a mis ideas, a luchar contra corriente, a no callarme ante
nada ni ante nadie. Ella, sobre todo, me mostró que la mujer no era una criatura débil,
sino que en su interior estaba una fuerza distinta, una fuerza serena e inteligente. Yo,
desde luego, siempre he sentido respeto y admiración por las mujeres.
En la granja mi gran descubrimiento fue que había algo que hasta entonces sólo sabía
que existía porque lo había estudiado en los libros: la naturaleza. |
También conocí a mi primo, que con sólo
unos meses mayor que yo no sólo me doblaba en estatura sino también en travesuras y
conocimiento. De él aprendí muchas cosas porque a pesar de que nunca había tecleado en
un ordenador, de que no sabía lo que era un CD y, mucho menos era capaz de entender el
rollo ese de Internet, sabía cómo cazar un conejo, o leer las nubes y saber qué tiempo
nos esperaba al día siguiente. También sabía orientarse con las estrellas, e imitaba
magistralmente los cantos de los pájaros. Realmente nunca estaré suficientemente
agradecido a mi primo, o a la mano invisible que movió mi destino, o a mi madre que supo
hacerle frente a la vida.
Estoy seguro de que nunca nadie entendió lo que para mí había significado liberar mi
cometa, lo único que poseía de mi pequeño pasado, de mi infancia. Pero cuando la vi
volar, en aquel maravilloso y limpio cielo azul, llena de color y belleza, por primera vez
sentí dentro de mí lo que significaba la libertad.
Una vez un amigo me preguntó para qué tenía tantas cometas, y yo le respondí que para
no olvidarme que un día cuando era un niño, había comprendido que en la vida no hay
nada más precioso que la libertad, que no poseer nada, que no retener nada. Desde
entonces he dejado volar muchas cometas.
A lo largo de mi vida había descubierto muchas cosas y ahora, en este soliloquio mental
en el que me encontraba, con la brisa del mar acariciando mi rostro, podía realmente
sentirme satisfecho, porque por encima de todo, por encima de falsas ataduras,
responsabilidades y dependencias, por encima del degradante mundo que me había tocado
vivir, yo había sido fiel a mí mismo.
El vuelo de mi última cometa me decía que estaba dispuesto para partir. |