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EL ARBOL DEL BUHO

POR ELENA G. GOMEZ
LA COMETA

Recuerdo que me dolían los ojos de tanto mirar al cielo por seguir a aquel punto multicolor que cada vez se hacía más pequeño. Sabía que había soltado algo más que una simple cometa, había liberado mi mente y junto con ella, había marchado también mi niñez.
Aquel había sido un verano diferente, de esos que dejan huella y no se pueden olvidar. Para empezar, esa fue la primera vez que en mis tranquilos nueve años de vida, no había ido de vacaciones al tedioso Benidorm sino a la granja de mis abuelos. La razón era muy sencilla: mis padres se habían separado.
Yo debería haber estado triste o traumatizado, como decía el psicólogo del colegio, pero la verdad es que no era así. Desde mi sencilla mente infantil había comprendido lo absurdo que resultaba que mis padres vivieran bajo un mismo techo cuando en realidad no se soportaban. Sabía que la que peor lo estaba pasando era mi madre. La oía llorar después de aquellas largas conversaciones por teléfono con mis abuelas, y, -aunque de esto me enteré mucho más tarde-, con el cura de la parroquia. Todos le decían que tenía que aguantar, que todo se pasaría, que ella se acostumbraría. Ellos no sabían que mi madre era una persona fuerte y valiente, y sobre todo, que tenía dignidad.
Tal vez y sólo por eso, ella, mi madre, fue la persona que más ha influido en mi vida. Ella me enseñó a ser fiel a mis ideas, a luchar contra corriente, a no callarme ante nada ni ante nadie. Ella, sobre todo, me mostró que la mujer no era una criatura débil, sino que en su interior estaba una fuerza distinta, una fuerza serena e inteligente. Yo, desde luego, siempre he sentido respeto y admiración por las mujeres.
En la granja mi gran descubrimiento fue que había algo que hasta entonces sólo sabía que existía porque lo había estudiado en los libros: la naturaleza.
También conocí a mi primo, que con sólo unos meses mayor que yo no sólo me doblaba en estatura sino también en travesuras y conocimiento. De él aprendí muchas cosas porque a pesar de que nunca había tecleado en un ordenador, de que no sabía lo que era un CD y, mucho menos era capaz de entender el rollo ese de Internet, sabía cómo cazar un conejo, o leer las nubes y saber qué tiempo nos esperaba al día siguiente. También sabía orientarse con las estrellas, e imitaba magistralmente los cantos de los pájaros. Realmente nunca estaré suficientemente agradecido a mi primo, o a la mano invisible que movió mi destino, o a mi madre que supo hacerle frente a la vida.
Estoy seguro de que nunca nadie entendió lo que para mí había significado liberar mi cometa, lo único que poseía de mi pequeño pasado, de mi infancia. Pero cuando la vi volar, en aquel maravilloso y limpio cielo azul, llena de color y belleza, por primera vez sentí dentro de mí lo que significaba la libertad.
Una vez un amigo me preguntó para qué tenía tantas cometas, y yo le respondí que para no olvidarme que un día cuando era un niño, había comprendido que en la vida no hay nada más precioso que la libertad, que no poseer nada, que no retener nada. Desde entonces he dejado volar muchas cometas.
A lo largo de mi vida había descubierto muchas cosas y ahora, en este soliloquio mental en el que me encontraba, con la brisa del mar acariciando mi rostro, podía realmente sentirme satisfecho, porque por encima de todo, por encima de falsas ataduras, responsabilidades y dependencias, por encima del degradante mundo que me había tocado vivir, yo había sido fiel a mí mismo.
El vuelo de mi última cometa me decía que estaba dispuesto para partir.
 

   

   
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Última revisión: abril 07, 2011. 
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