EL
ALEPH
POR JOSE
ROMERO SEGUIN
LA
CANONIZACION, UN EJERCITO DE OLVIDO
La santidad,
lejos de acercarnos e identificarnos con la conducta del santificado, nos aleja
de ella y nos acerca sólo a él; pasamos de la admiración reflexiva de su obra, a
la adoración irreflexiva y dogmática de su persona.
Hago esta reflexión, porque
días atrás falleció la Madre Teresa de Calcuta y la Iglesia
católica no se hizo esperar, de inmediato inició el camino de
la beatificación con la clara intención de canonizarla.
Se supone que para lo
segundo le exigirán un milagro, como si de un mero
prestidigitador se tratase. Cuando el verdadero milagro está
justamente ahí, en su labor cotidiana, qué mayor milagro que
ese. Pero no es nuevo, a Cristo también se le recuerda más por
multiplicar el pan y los peces o resucitar a Lázaro que por sus
palabras y su ejemplo. Y es que la Iglesia en el fondo es una
sociedad mercantil en continua campaña de captación de socios y
como tal no duda en explotar todas las cualidades y perfiles de
sus estrellas. De esta forma se asegura un mayor éxito porque a
quien no le llegue con el ejemplo de la Madre que se entregó por
entero a su obra de asistencia a los más desfavorecidos, puede
quedarse con la madre milagrera capaz de qué se yo, cualquier
prodigio que poco valor puede tener por fantástico que sea, si
lo comparamos con limpiar las heridas de un leproso, acompañar
en sus últimas horas a un moribundo o atender las necesidades de
un niño hambriento. Esos son los milagros que de verdad tienen
valor.
Ella no buscaba que la
adorasen sino que quisiéramos y nos preocupáramos por sus
hermanos en la enfermedad y la miseria, pero la Iglesia va a
beatificar y luego canonizar, logrando con ello que todos
nosotros perdamos la nítida perspectiva de su trayectoria
existencial y con ella su ejemplo. Pasará de ser la Madre Teresa
de Calcuta para ser Santa Teresa de Calcuta. Ya no será hermana,
perderá su halo de sencillez y su obra la candidez de la entrega
desinteresada para convertirse en la consecución de unos hechos
encaminados a un fin, es decir la veremos como un ser que
opositó a Santo y aprobó. Y si para colmo le cuelgan un milagro
aún peor, porque entonces lo más fácil es pensar que era un
ser tocado por la mano del Señor, y todo ello le va a restar
mérito y nos hará perder la estela de enseñanza que ella
cultivó desde su sencillez y su fragilidad humana, nada
sobrenatural; la enseñanza de llevar el Evangelio hasta sus
últimas consecuencias, acto para el que todos estamos dotados,
siempre que así nos lo demande nuestra conciencia.
Entiendo por todo ello que
no es bueno que se santifique a nadie más. La memoria de las
personas que como ella han puesto su vida al servicio de todos
los demás, debe enraizar en nuestra conciencia e instaurarse en
los genes de nuestra voluntad por sí misma, sin el peso
específico de ningún nombre en concreto. De forma que nadie se
pueda sentir ajeno a una obligación que nos atañe a todos por
igual, sin esperar por ello que se considere nuestra vida como
algo ejemplar y digno de subir al calendario.
Los santos han hecho lo que
debían conforme a su conciencia, y el mejor recuerdo que pueden
tener es ver que su obra continúa y se perpetúa en el tiempo no
como una institución, sino como una actitud, que es muy
diferente. Las instituciones terminan cayendo en actitudes
mafiosas, se regulan, se estructuran y se sectarizan, y al final
sirven a objetivos que nada o poco tienen que ver con la
verdadera e íntima esencia de lo que de ellas se espera. La
misma Iglesia ha perdido el Norte de su esencia y se ha
convertido en una institución en vez de una actitud como Cristo
deseaba.
La Madre Teresa no necesita
que la beatifiquen ni que la santifiquen, ni mucho menos ningún
milagro. Ella debe ser el recuerdo claro y vivo de una actitud
que debe pervivir en el corazón de todos nosotros al margen de
premios y castigos divinos. Ella, mejor que nadie, sabe que los
males más terribles que aquejan a la humanidad no vienen de mano
de Dios, sino de la de los hombres, y como tal, también sus
remedios. Dios es ajeno a la injusticia y demás lacras sociales,
porque ellas emanan de un orden que le es ajeno. Dejémonos pues
de ritos litúrgicos de exaltación y elevación, pues todos
somos responsables de la injusticia. Seamos eso S responsables
como lo fue ella y todos y cada uno de nosotros en su medida
pongamos nuestro granito de arena para que su ejemplo sirva para
algo más que adornar altares.
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