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EL ALEPH

Somos de aquí o de allí y como tal respondemos a una lengua o a una cultura, pero por nosotros mismos, no por designio divino o gracia especial de cualquier otra autoridad. Y en ningún caso eso nos hace para nada especiales, ni mucho menos merecedores de privilegios o prebendas por encima de otros hombres o pueblos.

MARZO 2006

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EL NEGOCIO DE LA PATRIA
POR JOSE ROMERO SEGUIN

Las patrias son de esos etéreos conceptos que hacen las delicias de los que tienen por virtud el irracional afán de constituirse en sus nobilísimos padres. En pastores del rebaño. En maestros del dogma. En perros guardianes. En carteros de todos los buzones. En muñidores de todas las virtudes. En doctores de todas las dolencias. En almas de todos los cuerpos. En banqueros de todo negocio. En la alfa y la omega de toda esperanza y también de toda voluntad que la asista. En una palabra, que la patria es garantía de opresión, de homogenización, de alineación. Algo más que un mal negocio, una maldición bendecida, en definitiva, en favor de una lengua y unas tradiciones que no siempre cumplen el papel para el que se imaginaron, dándose el caso de que la lengua termina convirtiéndose en un instrumento de incomunicación y las tradiciones en pesado lastre que pende del futuro negándole toda posibilidad de avance.
Los sentimientos son patrimonio privativo e intransferible del individuo, pues sólo a él atañen, no en vano cada uno siente la vida y cuanto la conforma de acuerdo con su singular visión. Pero hoy esta íntima esfera de nuestra existencia se ha visto involucrada, y no por casualidad, en la vida política, expresión de otra voluntad, ésta sí, de carácter grupal o social, lo que la desvirtúa convirtiéndonos en seres incapaces de percibirse y percibir, y hasta de pensar si no es en torno a la consigna, a la moda, a la oportunidad de la manada. Es decir, nos extravía de nuestra singular condición y responsabilidad para situarnos en la irresponsabilidad, con lo cual pasamos de ser individuos para ser grupo, o lo que no es mejor, de ser conscientes a inconscientes.
No podemos consentir que nos vendan como un logro político el connatural apego a aquellas circunstancias que pese a su azarosa esencia, como es el hecho de nacer, fueron capaces de enraizar en nuestra alma con la potencia necesaria para convertirse en auténticas señas de identidad personal. Somos de aquí o de allí y como tal respondemos a una lengua o a una cultura, pero por nosotros mismos, no por designio divino o gracia especial de cualquier otra autoridad. Y en ningún caso eso nos hace para nada especiales, ni mucho menos merecedores de privilegios o prebendas por encima de otros hombres o pueblos.
No somos nosotros quienes damos carácter a un espacio geográfico, es él quien lo hace, es él quien nos lo imprime. Pero a falta de argumentos de más enjundia a la hora de trabajar por el bienestar, el progreso y la resolución de los problemas que afligen a los ciudadanos, qué mejor que esta milonga de la nación, de la patria, de la lengua, de la cultura, de la independencia.
Para preservar una lengua y unas costumbres que están de verdad enraizadas y se identifican con el individuo no hace falta un gobierno con toda su parafernalia burocrática. Sólo cuando tanto una como las otras se han convertido en un magro negocio para quienes viven de la política lo es, y es entonces cuando tanto una como la otras dejan de ser un impulso vital para convertirse en doctrina. Dejan pues de tener sentido en los sentidos para tenerlo en la cartera.
En un mundo que debería avanzar hacia la universalidad, en la plena conciencia de que todos y cada uno de los hombres están envestidos de la misma condición y entidad de la que gozamos nosotros; y que como tal no pueden estar privados de ninguno de los derechos y obligaciones que nos asisten, no se puede pues, a mi juicio, aplaudir la instauración de procesos de tribalización que no nos pueden conducir sino al desastre.
No se trata de igualar en lo individual y en lo colectivo, es algo mucho más profundo, se trata de conciliar el sentimiento como motor del yo, con la doctrina que nos obliga como grupo, de tal modo que no haya confusión entre una y otra, ya que una y otra pueden coexistir perfectamente, pues sus papeles están perfectamente delimitados por dos conciencias y utilidades perfectamente diferenciadas en sus objetivos y fines. Unas dan respuesta al individuo en función de su necesidad a la hora de percibirse y relacionarse con el mismo y las otras al hacerlo con los demás. No debería pues haber contradicción, muy al contrario, deberían ser complementarias, pues cuanto mejor sentimiento alberga el hombre mejor es la doctrina sociológica que los acoge en las actividades que se sitúan más allá de la esfera privada.
Por encima de la tradición y la cultura están los derechos del hombre. Por encima de la doctrina social está el hombre, porque ésta no es sino la voluntad expresa de un número determinado de hombres. El hombre es pues un ser libre en la medida en que diferencia su necesidad vital de la contingencia de esas otras necesidades. ∆