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SUPLEMENTO ASTURIAS  -  ABRIL 2006

OPINION

 Invernada

Alberto Carlos Polledo Arias

La verdad que estos días pasados, cuando más arreciaba la invernada y los copos de nieve se exhibían con tanta rudeza que casi impedían mantener la vista en acción, no estaba el monte para muchas alegrías. Menos aún los picos cimeros en donde la destemplanza es más acentuada. Claro que, como de alguna forma tenemos que matar el gusanillo los que tenemos el vicio tan arraigado, pronto ponemos en práctica la sabiduría del refranero y decimos que "al mal tiempo buena cara". Y si no podemos transitar por los dos mil metros rebajamos el listón lo necesario para poder disfrutar del entorno natural sin poner en riesgo nuestra integridad física. Es notorio que no hace falta hurgar mucho en la espesura para topar con lo sublime y soñar despierto. Adecuada protección contra el frío y la nieve; en la mochila un buen bocadillo, sin olvidar los prismáticos y la cámara de fotos por lo que podamos atisbar y grabar. Eso es todo lo necesario para pasar un día inolvidable. La naturaleza se encarga del resto. Hayas, robles y castaños reverencian serviles la llegada del manto blanco. En ocasiones tanto se agazapan bajo él que su armazón leñoso, agarrotado y reumático no soporta tamaña inclinación. Primero un ¡ay! crujiente; después un quejido impetuoso, dilatado y sonoro que se extiende de tronco en tronco por el lindero boscoso; al final un chasquido y un lamento afirman el quebranto en la fronda. Qué tendrán estos días de Gracia que los copos no se entremezclan, descienden serenos y desfilan ante nuestros ojos en un orden establecido para alcanzar un silencio ensordecedor. Con qué facilidad lo escuchamos cuando la capa de armiño envuelve el panorama. Más todavía si la neblina estrecha el cerco y cercena la visión encubriendo laderas, cumbres y horizonte.

Por si no lo saben, todas las estaciones exhalan un olor característico, por eso los canes ladran. El atavismo, la memoria arcaica les sustenta recuerdos de hambre, frío y muerte.

Días hartos de hermosura que hasta la pista maderera por la que asciendo, otrora aterradora, parecía hermosa engalanada por la nieve recién recostada sobre el panorama. La ruta, con desparpajo y sin complejos, se eleva con apremio entre troncos fantasmales de castaños centenarios mientras echa la ojeada postrera a un pueblo que se estira a la par que el río. La presión atmosférica está por los suelos y el humo de las chimeneas se hacina entre las casas. Amortiguados por la neblina escucho el ladrido de los perros que olfatean el invierno; por si no lo saben, todas las estaciones exhalan un olor característico, por eso los canes ladran. El atavismo, la memoria arcaica les sustenta recuerdos de hambre, frío y muerte. Por eso aúllan: para ahuyentar las alimañas, los días cortos y el bálsamo escarchado que perfuma el valle.
La gran nevada consiguió borrar cualquier vestigio de vida; ni una sola huella pervive en el tiempo. Los rastros de la noche se eclipsaron bajo un manto blanco que no deja de crecer; tan sólo las pisadas frescas de algunos ungulados que mantienen su impronta unos minutos, revelan que la vida no se detiene porque las nubes se explayen y el sol remolonee en la noche. Aunque ellos mismos se delatan: el hielo roto, bien troceado entre barro arcilloso, confirma la presencia reciente de los jabalíes que acicalaron sus cerdas en este lodazal. Casi no amaneció y el bosque ya duerme, por algo será. El frío es extremo y la comida escasea; no queda más remedio que resguardarse en la espesura y ahorrar energías para una próxima jornada en la que hay que luchar sin tregua para sobrevivir. Lograr comer y no ser devorado es el primer mandamiento de un medio equilibrado.
No falló el pronóstico meteorológico, el cielo encapotado y plomizo hacía horas que presagiaba un endurecimiento del vendaval. Por eso, cuando comenzó a descargar sin rubor su equipaje blanco, no tuve más remedio que hacer un alto bajo la protección de un acebo para evitar su acoso. En ello estaba, silencioso y gozando del instante, cuando a menos de cuarenta metros asomaron la jeta cuatro jabalíes de no menos de tres años y unos sesenta kilos por cabeza, que venían hocicando por el hayedo en busca de alimento. Como no les daba aire y su visión es menguada, prolongaron la ruta sin percatarse de mi presencia hasta llegar a menos de cuatro metros del lugar en el que yo estaba tan quieto y callado como una estatua. Fue en ese momento cuando, entre labios y muy suave, emití un tenue sonido que les puso en alerta. Uno por uno, del primero al último, levantaron sorprendidos el morro, me examinaron durante unos segundos y sin excesiva prisa se alejaron monte a través hasta ocultar su silueta entre las hayas heladas.
Quién les iba a decir que, por una vez y a pesar del despiste que llevaban habían salvado el pellejo. No es frecuente ni fácil pillarles en semejante renuncio pues pronto serían botín de los cazadores. Pero qué alegría da poder contemplar animales salvajes así de cercanos. Al igual que los humanos -sobre todo cuando se entremezclan razas, civilizaciones y religión- si no ventean agresión o temor y presienten cariño y respeto, aunque cautos, se dejan querer y ver. ∆

   

   
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Última revisión: abril 07, 2011. 
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