Paisaje
Alberto Carlos Polledo Arias
Para
cualquier persona ajena a la apreciación directa de la naturaleza, el
término paisaje corresponde a una porción de terreno que se presenta ante un
observador. No perdemos todo el valor de ese espacio, pero lo rebajamos de
intensidad, si lo contemplamos en una pantalla de cine o televisión. Nos
aproximamos más a su encanto cuando nos acercamos hasta la costa, sin posar
los pies en el arenal ni olfatear en directo los mil aromas del mar, o
vislumbramos sierras y cordales, sin pisar un falléu, una campera o una
cumbre, desde el confort del coche. Comenzamos a disfrutarlo cuando nos
alejamos de la carretera para tomar veredas y sendas alejadas del mundanal
ruido. Qué deleitosas esas excursiones compartiendo la ruta con los
compañeros de caminata; aunque nada comparable a la interpretación de la
naturaleza cuando vamos descifrando sus mensajes al andar. Es que en
Asturias, como en cualquier otro lugar, acercarse al monte para escuchar su
sinfonía y formar un todo con ella requiere un estado de ánimo que declare
unión de hecho entre persona y entorno.
Vamos a realizar, paso a paso, una travesía por la Cordillera Cantábrica, en
un viaje sosegado, sin destino geográfico inmediato, hermanado en belleza
con cualquier rincón de nuestro entorno; sin nombres, cotas o pueblos. Un
recorrido por nuestra geografía fabulado desde el refugio del hogar un día
de perros, uno de esos que te impide salir a disfrutar sus maravillas, pero
que sirve para calmar las ansias de degustarlas.
Claro que, para respetar la fecha del calendario, debemos de comenzar este
trayecto fingido cuando la nieve se arrastra por las laderas tiñendo de
blanco los pastizales cercanos al pueblo. Falta casi una hora para que las
primeras luces se afiancen sobre este grupo de casas, en el que sólo dos
lares escupen humo por sus chimeneas. Después de conversar un rato con el
lugareño que atiende, en la tibieza de la cuadra, una vaca recién parida,
iniciamos nuestra excursión. Fresnos, avellanos, robles y castaños escoltan
un camino empedrado que pronto se arrima a un cauce de aguas transparentes.
Para cambiar de orilla lo atravesamos por un anciano pontón de madera que,
en época de deshielo, se mimetiza con la corriente. La escarcha de los
prados presagia una jornada luminosa cuando las primeras luces se filtran
por el falléu que esconde entre sus matas lo más granado de la fauna
asturiana; el estiércol de corzo, venado y jabalí que vemos sobre la
hojarasca así lo atestigua. Tejos y acebos diseminados por el boscaje
proclaman la existencia de algún cantadero de urogallo que deseamos ver
invadido por los sonidos del amor la próxima primavera. Unas torcaces rompen
el mutismo del bosque con su vuelo fornido, a la vez que un arrendajo
chivato delata nuestra presencia insolente. La mata de acebos se espesa en
un falso rellano cuando los tempranos rayos mañaneros abrillantan el fruto
rojizo prendido a retorcidas ramas; bajo su manto, que cierra el paso a la
nevada, se cobijan, cuando los rigores del invierno se adueñan del panorama,
los animales del bosque: su hábitat les proporciona refugio, alimento y
calor.
En Asturias,
como en cualquier otro lugar, acercarse al monte para escuchar su
sinfonía y formar un todo con ella requiere un estado de ánimo que
declare unión de hecho entre persona y entorno. |
Unos peñascos huraños, bajo los que encama
una piara de jabalíes que inician la huida cuando se aperciben de nuestra
presencia, nos sirven de balcón para contemplar el falléu que terminamos de
atravesar. Qué disparidad de paisaje encierran las cuatro estaciones. El
bosque invernal desnudo, gris, transparente, se torna verde, vivo y opaco
cuando la savia se dispara por sus raíces hasta la canícula y da acceso al
periodo del arte; a la estación de los artistas del pincel que, a veces se
aproximan al colorido otoñal, pero nunca lograrán vivificar el ocre, el
amarillo, el naranja, el oro, el verde, el gris, el azul, el violeta; todo
el arco iris explota rotundo para alcanzar un grado de belleza inútil de
reproducir.
Por estas latitudes y por otras contiguas no hace tantos años paseaba sus
reales el oso; una especie, hoy, junto con la del urogallo, en peligro de
extinción. Alguna primavera, no muy lejana, contemplamos su silueta
adelgazada por el letargo invernal; también se dejaba ver en la sazón del
arándano, en ocasiones, alrededor de chozos y cabañas que conforman esta
braña a la que ascienden los vaqueros a controlar su ganado. Quisiera
certificar la presencia del plantígrado actualmente, si bien, por desgracia,
temo que haya abandonado para siempre estos parajes. Me olvidaba del lobo
que, aunque le gusta pasar desapercibido, también merodea estos lugares. Él
mismo se encargó de recordármelo al dejar los excrementos sobre una piedra
al borde de la senda nevada. La dieta se conoce que es rica en este momento,
la abundancia de corzos, raposos y jabalíes garantizan una alimentación
copiosa y el pelaje de alguno de estos se entremezcla con las heces. Él no
lo sabe, pero, cuanto menos engorde a costa de los animales domésticos,
mayor será su certeza de futuro.
La brisa se acentúa por esta altura. Relleno la cantimplora en la fuente
cercana y me siento a comer el bocadillo al resguardo de una cabaña sin
trabas para penetrar en ella. Mientras repongo fuerzas vuela la imaginación
a tiempos remotos en que estas edificaciones multiplicaban la vida; cuántas
historias encubrirán estas piedras añejas que cerraban a un tiempo cuadra,
cama y amor. Tanto de lo último que, en la alta Edad Media, hasta la iglesia
se implicó en el tema para evitar los excesos amatorios.
Es ahora cuando llega la parte más empinada del recorrido. Las paredes, que
descienden con brusquedad sobre la braña, se estiran por la ladera
aminorando su verticalidad. La nieve, en buen estado para el caminante,
permite ir zigzageando hasta alcanzar lo alto de la sierra que divide las
dos provincias. En esa atalaya privilegiada la vista se topa con dos
abanicos encontrados en el eje de un acordeón de cumbres que pugnan sin
desmayo: unas para reflejar sus cimas en el azul del mar; otras, por el
contrario, quieren diluirse en el vano de la meseta. No hay duda, estamos en
el centro de la vida: en el reino del águila, del buitre, del rebeco y la
libertad. Luchando por la naturaleza y su conservación dotaremos de
vitalidad a la Madre Tierra y afianzaremos el porvenir de nuestros
descendientes. Que así sea. ∆ |