La Biblioteca |
La Biblioteca
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![]() La biblioteca, la habitación perdida para siempre jamás, tenía el prestigio de lo culto, el misterio de lo superfluo, el encanto de lo ajado. La biblioteca, que era un naufragio triste, se nutríaLas viudas españolas se desprendían con alegría de los libros del difunto, pero no renunciaban jamás a la biblioteca y al atril de la biblioteca, donde un libro abierto y mal herido esperaba, también, a ser recibido -e, incluso, a ser leído- por un lector anónimo que nunca acababa de llegar. de otros naufragios remotos, de los restos de otras bibliotecas de la familia: los libros de Teología del tío Luís que había querido ser cura y terminó regentando una sala de juegos en las Antillas; las revistas pornográficas del primo Pepe, el danzarín alicantino, desaparecido en la batalla de Brunete; los manuales de corte y confección de la prima Isadora, que tenía unas manos primorosas para el punto de cruz; los números amarillentos de La Estampa y de Blanco y Negro que describían con pelos y señales las luchas con el yanqui y el moro, la ira del teutón, la desmesura del lusitano y el desprecio del francés. La biblioteca era una habitación que tenía algo de aparcamiento de visitas principales, de salita de espera para gentes finas y distinguidas. Lo mejor de la biblioteca era su nombre, la aureola de su prestigio de templo cultural. "Marcelina, haga pasar al señor a la biblioteca", decía mi abuela Consuelo con aires de grandeza, y el caballero de fina estampa esperaba, sentado en una butaquita carmesí y en la biblioteca, a ser recibido por el cabeza de familia. Las casas estaban amuebladas más que para vivir para recibir, y sobre todo, habían sido construidas para que las visitas esperasen a ser recibidas. La estimación y la urbanidad pasaban por los tiempos de espera y por las salitas donde se esperaba; era la liturgia del tiempo y el espacio, la geometría de las buenas maneras, la esmerada educación con sus parabienes y sus desaires. Se podía esperar dulcemente en la biblioteca, pero también, ay, se podía mortificar a las visitas haciéndolas esperar en el descansillo, de pie, con el sombrero en la mano, con el abrigo puesto, a media luz, con el lacerante dolor de los que esperan ser recibidos pero que se les dice, se les grita, que aunque se les reciba no se les recibe bien porque no son bien recibidos. Las viudas españolas se desprendían con alegría de los libros del difunto, pero no renunciaban jamás a la biblioteca y al atril de la biblioteca, donde un libro abierto y mal herido esperaba, también, a ser recibido -e, incluso, a ser leído- por un lector anónimo que nunca acababa de llegar. El libro, las visitas y el busto de Cervantes saben, por experiencia, que si España llega, llega siempre a deshora y sin avisar, por eso, pacientemente, la esperan sentados en el lugar más surrealista de la casa: en una biblioteca sin libros, en una habitación vacía. Δ
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