En el comedor de los domingos ni se
entraba ni se comía y si se enseñaba se hacía desde la puerta y como con
desgana. |
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MAYO 2008
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EL COMEDOR DE LOS DOMINGOS -
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
En
el comedor de los domingos, y como su propio nombre indica, no se comía
nunca los días laborables. En realidad en el comedor no se comía nunca, y
menos aún, los domingos. Era una habitación solemne que olía a cera y a
cerrado y que se le enseñaba a las visitas desde la puerta: "Y éste es el
comedor", decía la abuelita Consuelo con aires de grandeza y un temblor
trémulo en la voz, tal vez porque aquellas caobas apolilladas eran lo único
que quedaba en la casa de la guerra de Cuba, era lo único que había
respetado la chamusquina de los rebeldes, la balasera de los revolucionarios
que se lo había llevado todo por delante.
En el comedor de los domingos ni se entraba ni se comía y si se enseñaba se
hacía desde la puerta y como con desgana. Era un lujo que había que tener
para poder llamarle al cuartito en que comíamos todos apretujados, el
comedor de diario, porque el señorío que dejan los naufragios de la clase
media se esconde en algunas habitaciones superfluas: la salita de recibir,
la habitación de los armarios, la biblioteca. La decadencia, que también es
hermosa e incluso dulce, implicaba cerrar habitaciones, clausurar épocas y
cuartos, podarle alas a los edificios, vender marfiles y Sorollas falsos. La
ruina es una huida, un sálvese quien pueda, y la decadencia es una diáspora
de gentes y de cosas, un deshilvanarse lentamente, con parsimonia. La venta
del colmillo de elefante y del dibujo de Solana era la decadencia pero no
era la ruina. La ruina estaba ligada al comedor de sillas incómodas y
sillones adamascados; no se conservaba el esplendor, pero se tenía en el
espejo de la cómoda, la caricatura de la prosperidad, la sonrisa de la
grandeza, el rictus triste de un otrora que, en realidad, no había sido tan
brillante como se decía, que la clase media tiende a exagerar sus añoranzas,
y es un poco cursi cuando rememora la elegancia de las pamelas, el frufrú de
los trajes de novia, el heroísmo de sus militares y la belleza de sus
primogénitas. La memoria siempre es engañosa, pero los recuerdos de la clase
media son, casi siempre, horteras además de falsos y tienen el mal gusto de
los nuevos ricos, de las gentes que fueron más nuevas que ricas durante
breves generaciones, y si la alegría en casa del pobre dura poco, el señorío
de la gente corriente naufraga y se desbarata cada final de siglo contra las
rocas del infortunio.
Cuando había que mudarse a una casa pequeña en la que no cabían los viejos
muebles, cuando el comedor de diario era el único comedor de la casa y las
viejas cómodas terminaban en el anticuario, la decadencia se convertía en
ruina y se descendía, ay, un peldaño social. "Ya no tienen ni comedor de los
domingos", decían con retintín los amigos de la familia y desde allí,
precisamente desde allí, desde el comedor que ellos sí tenían siempre en
penumbra, encerado y limpio como los chorros del oro, empezaban a tratar a
sus amigos con misericordiosa conmiseración y a mirarlos por encima del
hombro.
A servidor, que alcanzó a ver de refilón y de niño el comedor de los
domingos, le fascinaba la última cena de plata que presidía la estancia, una
última cena donde un Jesús de largas melenas y puesto en pie presidía la
tristeza y el temor de trece hombres perseguidos ya por el poder,
acorralados por la justicia, a punto de naufragar y perder para siempre el
comedor de los domingos. Y sólo Judas, que tenía en la jeta los rasgos del
traidor y en la mano izquierda una bolsa con las treinta monedas de plata,
le miraba a los ojos y le dedicaba su mejor sonrisa; el apóstol desleal se
parecía vagamente a Anthony Quinn y se notaba a la legua que iba a ser el
sobreviviente de aquel grupo de infelices poetas. Sólo él valía para los
negocios y terminó amasando una formidable fortuna y los Iscariote son hoy
de las mejores familias de Galilea. "Un tatarabuelo mío vendió a Nuestro
Señor por unos denarios y a base de trabajar muy duro se hizo inmensamente
rico", dicen con orgullo sus descendientes. Y es que, a veces, la clase
media aguanta la balasera y el temporal y sabe conservar el comedor de los
domingos como Dios manda. § |