El gimnasio estaba donde olía a sudor y
a linimento, a libertad y a esperanza. |
|
MARZO 2008
- EL
GIMNASIO -
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
Los
gimnasios antiguos, los de antes de la guerra, eran habitaciones espartanas
y medio vacías porque allí lo que se practicaba era la gimnasia sueca, que
era un deporte muy llevadero y muy sano que consistía en dar unos saltitos
muy graciosos, subir los brazos con solemnidad atlética y tocarse los dedos
de los pies sin doblar la rodilla, sin hacer trampa. "En casa todos hacemos
gimnasia sueca porque es muy higiénica", decían, con aire de disculpa, los
padres de familia a los vecinos, porque no se trataba de hacer deporte, se
trataba de sudar para estar limpio por dentro y sano por fuera, que lo más
importante es la salud. Lo deportivo, lo olímpico, carecía de prestigio
social excepto si se era anglófilo y como casi nadie lo era, la condición de
sportsman implicaba cierta deslealtad con los valores patrios y una
intolerable descomposición estética y ética. El que jugaba al golf, corría
detrás de un balón o golpeaba una pelota con una raqueta era un mal español
y estaba vendiendo su alma a la pérfida Albión, a la extranjería de allende
los mares. El deporte era cosa de protestantes porque eso de hacer salud y
juego por el mismo precio y con el mismo esfuerzo era pecaminoso por
definición, porque lo saludable tenía que ser necesariamente aburrido, como
quedaba perfectamente demostrado con la misa de doce de los domingos. Pero
la gimnasia sueca, ay, era otra cosa; era una gimnasia extranjera, sí, pero
de un país con el que España nunca había mantenido ni una guerra, ni un
conflicto, ni siquiera un contencioso administrativo. Además la mayor parte
de los españoles no sabía situar a Suecia en un mapa ni sabían cuál era su
capital. Los suecos tenían el prestigio de los seres lejanos y exóticos, de
los europeos civilizados, de los caballeros elegantes y civilizados. En
España se hacía gimnasia sueca con la secreta esperanza de convertirse en
sueco; si se levantaban los brazos tal que así, y se hacían estas flexiones
que servidor realiza en estos momentos para general conocimiento de sus
innumerables lectores, ocurría el milagro y el español bajito y cetrino,
crecía veinte centímetros, su piel clareaba espectacularmente, los ojos se
volvían azules y el pelo rubio. El gimnasta, además, se hacía más tolerante
y comprensivo, se desprendía de fanatismos seculares, renunciaba a
radicalismos genéticos. El español levantaba los brazos y la mirada al cielo
buscando el milagro; iba a la gimnasia sueca como el que iba a Lourdes; se
hacían flexiones como ahora se hace un máster de administración de empresa,
para cambiar de condición social, para ser más guapo, más alto, más
inteligente y más feliz. Ya que no se podía huir de España se pretendía
abandonar al español que nos esclavizaba a la fuerza, con la esperanza de
liberarnos del que nos dominaba por dentro. Aquellos minutos mágicos de
gimnasia eran un viaje al más allá y tenían algo de emigración del alma a
lugares ignotos, de huida de las propias miserias. Antes de ser oficialmente
europeos nos hicimos medio suecos gracias a la gimnasia, que las flexiones
mañaneras y el dormir con la ventana abierta fueron mano de santo para dejar
de ser lo que éramos y empezar a ser lo que nos hubiera gustado haber sido.
El gimnasio nunca formó parte de la relación de las habitaciones perdidas;
el gimnasio era una habitación de quita y pon, un cuarto supletorio e
inventado que el gimnasta se llevaba consigo; el gimnasio era el pasillo y
la cocina, el salón y el cuarto de baño, el vestidor y el cuarto de los
baúles. El gimnasio estaba donde olía a sudor y a linimento, a libertad y a
esperanza. Y los padres, que como es lógico nunca entienden del todo los
sueños de los hijos, miraban estupefactos como sus retoños hacían flexiones
en el salón y daban saltitos por el pasillo, se rascaban el cogote y se
decían entre ellos: "María, estoy muy preocupado con las tonterías que hace
nuestro hijo; yo creo que está hecho un lío y que no distingue muy bien
entre la libertad y la revolución, la felicidad y el libertinaje, la poesía
y el amor; para mí que se está embruteciendo de tanto leer y está
confundiendo la gimnasia con la magnesia. § |