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La niña se llevó de su habitación los restos de sus últimos años y dejó los jirones de infancia que no le cabían en la maleta.

FEBRERO 2008

Las Habitaciones Perdidas
 - LA HABITACION DE LA NIÑA-
POR JOSE MANUEL VILABELLA // ILUSTRACIONES: NESTOR

Dicen que el que casa a una hija gana un hijo y el que casa a un hijo gana una habitación, pero es mentira porque la niña se lleva, al irse, la alegría de la habitación aunque deje la habitación allí, en penumbra, medio vacía.
El español trabaja toda su vida para conseguir una casa grande -aquí la lucha por la vida es, en realidad, la lucha por el piso, en el piso y a pesar del piso - y cuando termina de pagarla, de viejo, se encuentra con una casa vacía. Uno se da cuenta de que es un hombre maduro cuando le empieza a sobrar espacio, cuando el currículum tiene mucho pasado por detrás y poco futuro por delante, y en lugar de amueblar las habitaciones de su casa empieza a clausurar cuartos y a cerrar ventanales, a ponerle fundas a los sofás que no usa, a sembrar de bolas de naftalina los armarios que nunca volverá a utilizar, a regalar libros, a descolgar cuadros, a cerrar llaves de paso, a decirle adiós a los jarrones, a mirar el techo con melancolía de pintor de brocha gorda. La vejez anuncia su llegada cuando en lugar de dar un paseo por la montaña estiramos las piernas por el pasillo. "Adiós, me voy al descansillo", le decimos a la mujer como si nos fuésemos a las Américas y ella nos sigue la corriente y nos prepara un bocadillo de tortilla. Y es que uno se hunde ordenadamente y como un señor, naufraga con la elegancia de un capitán de barco inglés -qué buenos almirantes tienen los condenados- y se va a la mierda como un dandi civilizado, con el chaqué puesto, fumándose un puro, bailando el vals de las olas esas, saludando con una sonrisa tristona cuando el mentecato de turno grita: ¡Viva el padrino! y la gente tira arroz y llegan los parientes de Extremadura para darnos la enhorabuena. Las bodas, amigo lector, tendrían que estar prohibidas. O por lo menos las bodas de las hijas; o, al menos, las bodas de las hijas del abajo firmante. Hay que desconfiar de los extraños que nos llamen don José como si tal cosa, esos que nos hablan de usted y se levantan cuando entramos en el salón; esos economistas tan altos, delgados y educados que se cuelan en nuestros hogares con una sonrisa de buen chico y terminan por desvalijarnos el alma y dejarnos la casa en silencio y la habitación vacía. Desengañémonos, la habitación de la niña no se puede convertir en ese soñado cuarto de estar, porque la pareja viene por Navidad y tiene que dormir en algún sitio. Tampoco estaría bien transformar el dormitorio en estudio. La habitación de la niña tiene que ser la habitación de la niña pero sin la niña. Tiene que ser un cuarto al que le faltan cuadros y le sobran cojines, que tenga una librería con espacios vacíos y en los rincones una muñeca calva, una radio sin pilas, un equipo de música un poco cochambroso, una lámina de flores, una fotografía del abuelo, una postal de Benidorm. La niña se llevó de su habitación los restos de sus últimos años y dejó los jirones de infancia que no le cabían en la maleta; ella no naufragó, naufragamos nosotros y también la habitación que se quedó mutilada por los desconchones que dejan las mudanzas, por el ajado adiós de las despedidas de estación, por ese perfume mezcla de tristeza y humedad que tienen los espacios sin porvenir y las catedrales sin feligresía. Cuando la niña vuelve a casa y entra en su habitación, durante unos pocos segundos y mientras su madre termina de poner la mesa, mira las paredes de su dormitorio y se deja llevar por una melancolía que la reconforta; es el pasado que retorna con su sombrero repleto de recuerdos; es la vida y las muñecas muertas que le gritan que aquella ya no es su habitación y que ella, ay, ya no es una niña. §

   

   
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Última revisión: abril 07, 2011. 
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