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 - LA HABITACION DE LOS ARMARIOS -

 

Eran las ropas que se hacían para el amor y la vida imaginada por las mujeres que no conocían ni la vida ni y el amor, pero que los esperaban bordando iniciales en los cuadrantes y haciendo labores de felpilla y cañamazo

ABRIL 2008

Las Habitaciones Perdidas
 - LA HABITACION DE LOS ARMARIOS -
POR JOSE MANUEL VILABELLA // ILUSTRACIONES: NESTOR

Antes, cuando los pisos no tenían armarios empotrados, todas las casas tenían la habitación de los armarios donde dormía el sueño eterno la ropa blanca de la familia. Era una habitación que olía a naftalina y a misterio y donde se aparcaba el ajuar de la novia, los viejos brocados, los manteles de hilo, las colchas bordadas a mano, y las sábanas blancas que los años iban dejando marfileñas y tristonas, porque eran sábanas sin usar, vírgenes, que no habían conocido ni hembra ni varón.
El lujo de los países pobres se camufla siempre en el exceso de los ajuares, en la desmesura de la ropa blanca. La novia aportaba docenas de toallas y fundas de almohada para toda la vida, e incluso para la vida eterna, pues normalmente la pareja se moría sin haber estrenado todos los manteles y se los dejaban a sus herederos o lo repartían en vida, y con lágrimas en los ojos, entre sus hijas, pues el ajuar y sus repartos siempre fue cosa de mujeres y donde ellas ponían sus cinco sentidos.
Qué melancólicas eran las habitaciones de los armarios y que recuerdos tan agridulces traían cuando se oreaban las colchas bordadas y se renovaban las bolas de naftalina. El enemigo de los viejos brocados era la polilla y el olvido y la estricta restricción de su utilización; eran cosas de uso que no se usaban nunca, cosas sagradas que sólo arrugaban los años bisiestos, manteles que se bordaban en la adolescencia para estrenarse en la vejez, el día de las bodas de oro y que formaban el tesoro de la estirpe, el patrimonio que se pasaba de madres a hijas junto con los otros objetos de la liturgia familiar: las cristalerías de vidrio italiano, la cubertería de plata, la vajilla de porcelana que se descabalaba cada navidad y desaparecía poco a poco pero con un orden que sólo entendía el tiempo: primero caían las copas de champagne y las salseras, después los platos de postre y las copas de vino tinto, y al final sólo quedaban las fuentes rabaneras y las copas verdes de vino blanco, esas copas que odian los gastrónomos y los enólogos y que tanto les gustan a los horteras.
Si el cuarto de los baúles era donde se atesoraban los recuerdos y los naufragios de los varones de la familia, la habitación de los armarios era la que contaba la historia de las mujeres, donde se hacía fuerte el matriarcado y se jubilaban los camisones de raso de las tías solteras, el traje blanco de boda de la abuela austriaca y el famoso mantón de Manila de la prima marchosa de Chamberí. Había un ajuar trotero y otro intocable y fino que se bordaba para la historia y el deleite visual de los sentidos femeninos: el tacto de las sábanas de Holanda, el olor de los jabones ingleses, el aroma de los membrillos del otoño pasado, la suavidad de los rasos, la excitación de las sedas orientales. Eran las ropas que se hacían para el amor y la vida imaginada por las mujeres que no conocían ni la vida ni y el amor, pero que los esperaban bordando iniciales en los cuadrantes y haciendo labores de felpilla y cañamazo.
Había un ajuar trotero, el de todos los días, que se desgastaba poco a poco y que cuando moría se resistía a desaparecer. "Ya clarean las sábanas, Manolo", se decía un buen día y unas noches más tarde se rasgaban con estrépito y se convertían en trapos blancos, en trapos para limpiar cristales.
El que quiera entender el eterno femenino y deambular con éxito por el laberinto de las mujeres, tiene que entrar en la habitación de los armarios y oler el perfume de la ropa blanca y observar el horizonte plácido de sus paisajes interiores, el horizonte de sábanas sin usar, el mar de colchas bordadas, el océano de mantelitos, el oleaje embravecido de las puntillas, el naufragio de los camisones, la tormenta de lágrimas que esconden los pañuelos, los huracanes de los abanicos, el misterio de las sombrereras. Las mujeres son ellas cuando se visten y dejan de serlo cuando se desnudan. Todo empieza y termina en la habitación de los armarios, todos los trajes están allí guardados: la canastilla del bautizo, el velo de tul ilusión, el camisón de raso blanco, el traje de viuda... §

   

   
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Última revisión: abril 07, 2011. 
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