Aquel salón de mármol blanco de más de
doscientos metros cuadrados, con aquella espléndida escalera por la que
bajaban el tío Fred y la tía Ginger bailando como locos, era una habitación
más de nuestras casas, a la que íbamos con frecuencia para pasar un rato en
familia y olvidarnos del hambre y la miseria. |
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SEPTIEMBRE 2007
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LA HABITACION QUE NUNCA EXISTIO-
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
No
hay habitación más perdida y lejana, más extraviada en los recovecos del
recuerdo que la habitación que nunca existió; aquel salón de mármol blanco
de más de doscientos metros cuadrados con aquella espléndida escalera por la
que bajaban el tío Fred y la tía Ginger bailando como locos era una
habitación más de nuestras casas, una habitación que teníamos realquilada en
las Américas y a la que íbamos con frecuencia para pasar un rato en familia
y olvidarnos del hambre y la miseria. Fred, alegre y calavera, simpático y
frivolón, bailaba todo el tiempo con la alegre e ingenua Ginger y nosotros
los mirábamos embobados y orgullosos de que fueran unos de los nuestros.
La habitación que nunca existió y a la que huíamos cada tarde era una
habitación virtual, como ahora dicen los cibernéticos. Un cuarto que no
existía pero que lo disimulaba muy bien, que parecía talmente que estaba
allí, que se podía tocar de tan real que parecía el condenado. Los españoles
de la posguerra teníamos alquilada una habitación con derecho a cocina y un
sueño con derecho a frivolidad; la nuestra era una alegría enlatada, como
enlatada era la carne argentina que venía del otro lado del mar. En el
cuchitril realquilado aprendimos a ser austeros y apañaditos y en la
habitación que nunca existió aprendimos a ser elegantes, dicharacheros,
desenvueltos. Era aquella una alegría de cartón piedra que daba gozo verla,
una risa falsificada que sonaba mejor que la auténtica, una felicidad de
segunda mano que parecía recién salida de la fábrica de los sueños; si la
vida real nos hizo mitad monjes y mitad soldados, aunque eso sí, monjes
mendicantes y soldados de fortuna, la realidad virtual, la vida reflejada en
las aguas de un estanque, nos convirtió en unos dandis condenados a bailar
una y otra vez la misma canción.
España siempre se miró en un espejo que deforma la figura; siempre tuvo de
sí misma una idea equivocada. Existe la España real y la España virtual; la
que es, la que le hubiera gustado ser y la que pudo haber sido. Los
españoles, que somos muy hogareños y familiares, nos hemos pasado la vida en
la habitación que nunca existió, nos íbamos a vivir a la otra España, a la
inventada, porque allí se estaba más calentito. Cuando huíamos de la mesa
camilla y nos íbamos a comprobar cómo tío Fred y tía Ginger bailaban en el
gran salón de mármol blanco, le estábamos diciendo adiós a la algarroba y al
boniato, dejábamos en el perchero el picor de los sabañones, aparcábamos en
el descansillo los piojos, abandonábamos por un momento las molestísimas
ladillas y le entregábamos al mayordomo que nos franqueaba la puerta, y lo
hacíamos con gesto de monarca destronado, de rey en el exilio, nuestro manto
púrpura de sarna y de pelagra de triste caballero andante. Qué grandes
señores nos hicieron nuestros delirios de grandeza, qué grandes caballeros
hubiéramos podido ser si hubiéramos existido. Qué pena que España y los
españoles seamos sólo un invento, una pesadilla, el público silencioso de la
habitación que nunca existió.
Ahora que, con el paso de los años, me he convertido en un anciano caballero
que sabe besarle la mano a las señoras, sonreír al público que le aclama,
estrechar la mano de sus enemigos y darle un cachetito a los niños que le
piden autógrafos, mi madre, al fin, se siente orgullosa de mí cuando me
quito el sombrero de copa y saludo a la multitud a la que tanto quiero y que
tanto me quiere. "Cada día se parece más al tío Fred", dice mi progenitora
con lágrimas en los ojos. "Sí, sí, es el vivo retrato de Fred Astaire",
reconocen a regañadientes las vecinas. Y para demostrarlo Adela, mi mujer,
que parece la hermana gemela de Ginger Rogers, y un servidor de ustedes se
lanzan como locos danzarines por el pasillo, por la diminuta cocina, por el
salón de quince metros cuadrados y por el cuarto de baño completo y
alicatado hasta al techo de nuestro diminuto apartamento, con la inútil
pretensión de descubrir la otra manera de bailar el vals en el laberinto de
la España virtual, en la España que nunca existió. § |