La claraboya se abría muy de tarde en tarde con gran
aparato técnico y aspavientos generalizados. Se abría siempre por necesidad:
una gotera inoportuna, la rotura de una teja, el salvamento de un gato
enloquecido de terror... |
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OCTUBRE 2007
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LA CLARABOYA -
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
Los
nuevos ricos han exigido que sus grandes casas tengan lucernarios porque
sienten la nostalgia de la claraboya, el ventanuco aquel por el que entraba
la amanecida helada de los años del hambre. Y es que al final, y cuando se
llega a viejo, se tiene nostalgia de todo, incluso de la miseria, incluso
del miedo, incluso de la claraboya. Hoy, y ya ven ustedes qué cosa, me
acuerdo del sabor del café con leche de mi infancia y del picor de los
sabañones y del frío intenso, de los charcos helados y del vaho; en invierno
la gente cuando hablaba envolvía las palabras con un vaho misterioso que le
daba a la conversación una apariencia irreal que sólo los niños pequeños
podían captar con todo su esplendor: "¡Mira, mira, papá: a don Dionisio el
abogado le sale por la boca un chorro de vapor; parece un ballenato de las
antípodas!", gritaba un servidor de ustedes mientras señalaba al abogado del
segundo piso, un señor soltero que odiaba a todos los niños repipis y
especialmente al abajo firmante. Mi padre, que era un hombre prudente y
bueno, hacía caso omiso de las miradas airadas del vecino y me daba sabios
consejos con la esperanza de que el día de mañana me convirtiese en un
ciudadano ejemplar (sé buen pagador y no devuelvas nunca una letra; no
hagas, hijo mío, mal a nadie; estudia, estudia mucho; no te metas, coño, el
dedo en la nariz) y envolvía sus palabras en una niebla espesa, en una
nubecita de vaho que tardaba unos segundos en difuminarse. Mis padres decían
que yo era un niño muy bueno y dócil porque prestaba mucha atención a sus
palabras y nunca llegaron a sospechar que a mí lo único que me fascinaba era
la niebla aquella que salía de sus bocas, que los vestía, para siempre, con
el hábito de los seres irreales, de los adultos fantasmales y lejanos.
Por la claraboya del techo entraba la luz de la luna y, aunque la luna se
quedaba fuera como las vecinas de poca confianza, el dormitorio se pintaba
de azul cerúleo, que es el más bello de la gama de los azules. Por la
claraboya del techo sólo se veían las nubes, las estrellas y en octubre las
hojas volanderas y secas de los castaños, que el otoño mandaba desde los
bosques de los Ancares para anunciar que el verano se había acabado y que
era preciso volver a las clases de don Gregorio.
Las claraboyas siempre serán más lujosas que los lucernarios por mucho que
se afanen los arquitectos, y si yo fuese rico como usted, querido lector,
pondría en el techo un ventanuco angosto para engañar al tiempo y para que
el ventoso octubre me enviase otra vez recados amarillos y la luna me
hiciese nuevamente locas promesas de amor. Cuando se es viejo, o casi viejo,
es bueno recuperar las añoranzas de la juventud: los falsos recuerdos, las
nostalgias inventadas, los amores imaginarios y la claraboya que nunca
existió, porque como todos los poetas del mundo saben, la memoria puede ser
engañosa, pero la buena memoria, la fetén, la compartida por amigos y
familiares, la que se lleva a los papeles, la que pasa a la historia, es,
inevitablemente, falsa.
La claraboya se abría muy de tarde en tarde con gran aparato técnico y
aspavientos generalizados. Se abría siempre por necesidad: una gotera
inoportuna, la rotura de una teja, el salvamento de un gato enloquecido de
terror. Había que pedirle la escalera al vecino y encaramarse audazmente
hacia el rectángulo de cielo azul; era necesario deslizar el cristal del
ventanuco que, naturalmente, chirriaba y subir a pulso para ganar el tejado
y tiznarse la cara de ceniza. Era, sí, la apertura de la claraboya una
aventura apasionante porque todos sabíamos que al otro lado del ventanuco,
en el exterior, habitaba el misterio y los remolinos iban y venían a su
antojo. Sólo una vez en mi vida pude sacar, durante unos segundos, la cabeza
por la claraboya y otear el horizonte desde un rascacielos de cinco pisos.
Ha pasado más de medio siglo pero lo recuerdo como si hubiera ocurrido ayer:
El reloj de la catedral de Lugo me miró fijamente y dejó caer con parsimonia
cinco campanadas y dejó constancia de la hora fatídica de los toreros,
incluso la hora de los toreros gallegos que es el colmo de la torería, y el
viento me entregó en la cara, con algo de violencia, un mensaje de salitre y
yodo que alguien me mandaba desde el otro lado del mundo, desde los lejanos
mares del sur... § |