En
el cuarto de los relojes los niños de la familia íbamos en busca de la
aventura de los tiempos pasados y sólo conseguíamos tiznarnos la cara de
hollín y de melancolía |
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NOVIEMBRE 2007
- El
cuarto de los relojes -
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
Todos
medían el mismo tiempo pero cada uno lo hacía a su manera, porque el cuarto
de los relojes aquel era el taller del relojero y las máquinas estaban
averiadas y algunas para siempre jamás, porque alguien, hacía casi cien
años, había roto de un solo golpe unos tiempos del siglo XIX y el corazón de
los relojes de sobremesa de maderas finas de la Guinea.
El cuarto de los relojes era lo que quedaba del relojero alemán, del viejo
Mayer, el gigante rubio que vino a colocar el carillón en la torre del
Ayuntamiento y se quedó a vivir en España; el bisabuelo que en 1860 casó con
la joven tísica que le miraba desde la ventana con ojos de carnero degollado
y le decía adiós con un pañuelo de encaje, el extranjero que nos dejó en
herencia una piel que necesita cremas de protección 70 y un cuarto repleto
de tiempos añejos, de tiempos que, además de pasados y mejores, eran, y para
más inri, de otras familias, de otras gentes, de la clientela del artesano
que jugaba con el tiempo, el extranjero que tenía en la sonrisa la
melancolía de los gigantes y en los ojos las tristezas de los exilios
voluntarios y absurdos.
Cuando de niños entrábamos en el cuarto de los relojes sólo los más pequeños
creían oír los tic tac de los tiempos lejanos: la hora japonesa de las
antípodas, la hora canicular de los toreros que mueren en el ruedo, las
horas del naufragio del Titanic donde había fallecido el tío Pepe, el
bailarín de tangos que sabía besar la mano a las señoras, el perdulario que
murió como un héroe porque representaba el papel de náufrago con la pasión
del amateur y la perfección del capitán de barco: "¡Las mujeres y los niños
primero, por Belcebú!", decían que gritaba con una sonrisa de pirata cínico
y su desenvoltura de siempre, que el hombre había fingido tantas veces que
se moría de amor y en la tempestad que ahora, como tenía experiencia, se
moría con desenvoltura de experto, se moría como si no hubiese hecho otra
cosa en la vida que naufragar y morir en el naufragio.
En el cuarto de los relojes los niños de la familia íbamos en busca de la
aventura de los tiempos pasados y sólo conseguíamos tiznarnos la cara de
hollín y de melancolía. Aquellas sí que eran aventuras, Dositeíño. "¡Niños,
a merendar!", gritaba Marcelina, y todos salíamos corriendo de la habitación
de los relojes huyendo de los fantasmas del otrora y en busca de la libertad
del verano del 45. Aquellos sí que eran días largos y cálidos y veranos
dorados y felices.
Cuando la casa se vendió el cuarto de los relojes era una habitación vacía
en la que sólo sonaba el tic tac del reloj del Titanic cuando soplaba el
viento de las galernas del norte. La casa se caía de vieja y abandono pero
todos habían ido desvalijando poco a poco el taller del difunto, que los
relojes viejos, con el tiempo, se convierten -y, gracias a Dios, aquello era
un consuelo-, en relojes antiguos, en relojes que costaban una pasta aunque
sonasen malamente y a tirones, en chirimbolos que arrastraban los pies y
andaban de milagro, con la arritmia de los ancianos caballeros de bronquios
silbadores, con las entrañas heridas por el tiempo.
Los tiempos son como los relojes que los miden: hay tiempos de catedral,
minutos de reloj de faltriquera, angustias de clepsidra, prisas de reloj de
bolsillo, urgencias de despertador, miedos de sobremesa, nostalgias de
carillón, engaños de reloj de arena, promesas de reloj de sol. Ahora los
relojes no son máquinas solemnes y los cronómetros de plástico frivolizan
los tiempos más sagrados. Se lleva el reloj como se lleva el cinturón y
hemos hecho del tiempo una prenda de vestir: tenemos el reloj del suéter
azul y el cronómetro de la chaqueta cruzada. Cuando nos desnudamos y dejamos
encima de la mesilla de noche las llaves y la cartera, la calderilla y el
mechero, dejamos también jirones de tiempo sin usar, minutos de la semana
pasada, horas vacías. Menos mal que en el último minuto rescaté del cuarto
de los relojes el viejo reloj de cucú; menos mal que pude salvar del
naufragio familiar al fantasma del tío Pepe, que resucita cada día a la hora
del ángelus y le grita a la tempestad, con aquella gracia suya de perdulario
de buena familia:"¡Las mujeres y los niños primero, por Belcebú!". §
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