Las casas de antes tenían un cuarto de
la radio, que era la habitación del desasosiego y de los discos dedicados,
por donde entraban los miedos de la familia y las coplas de doña Concha
Piquer |
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JUNIO 2007
- EL
CUARTO DE LA RADIO -
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
Nuestros
hijos, que son escépticos de nacimiento y que sólo creen en lo que ven, en
lo que ven en televisión, no nos toman muy en serio cuando les decimos que
nosotros somos nietos del periódico y de la letra impresa pero hijos de la
palabra y de la radio, porque cada generación de este siglo tiene su medio
de comunicación y, aunque todos somos usuarios de lo que nos ofrece el
mercado, cada uno cree en lo que debe y no en lo que quiere, y me temo que
casi siempre lo hacemos en bloque, por generaciones y un poco a la buena de
Dios.
Cuando los americanos llegaron a la Luna había personas mayores que no
creían lo que estaban viendo y sólo empezaron a dar su brazo a torcer cuando
lo leyeron en el periódico. Actualmente muchos aficionados al fútbol acuden
a los encuentros con un transistor pegado a la oreja y sólo se creen los
goles que están viendo en directo si se lo certifica, con un gooooooooooool
sostenido, el comentarista de turno. Y es que en España se ha creído siempre
por delegación y a través de un intermediario debidamente cualificado: Se
cree en Jesucristo a través de la Virgen María, en el PSOE gracias a Felipe
González y en la ciencia gracias a los descubrimientos de don Santiago Ramón
y Cajal. Aquí no es la vista la que trabaja; aquí se cree sólo lo que se oye
porque a las palabras se las lleva el viento pero las devuelven tarde o
temprano los huracanes debidamente certificadas, con el marchamo de lo
auténtico y todos los papeles en regla.
Las casas de antes tenían un cuarto de la radio, que era la habitación del
desasosiego y de los discos dedicados, por donde entraban los miedos de la
familia y las coplas de doña Concha Piquer. Todo era cuestión de horario:
por la mañana la tonadillera nos hablaba, apoyada en el quicio de una
mancebía, de los ojos verdes de un señor que llegaba montado en un caballo y
por la noche, de madrugada, a la hora de las brujas y de la onda corta, doña
Dolores Ibarruri nos aseguraba que la revolución estaba a punto de estallar
y que Franco tenía los días contados. En el cuarto de la radio aprendimos a
creer, eso sí, temblando, en el futuro y a sudar de pavor por los errores
del pasado, y en el cuarto de la radio oímos por vez primera la voz trémula
del poeta, de Rafael, que decía que su paloma, que era la paloma sin patas
de Picasso, la paloma mutilada de la paz, se equivocaba porque era medio
tonta y se creía, ¡hace falta ser despistada y española!, que la tierra era
la mar y la sima la montaña. Por la radio de cortinilla el que sabía mover
la ruedecita con paciencia de relojero podía oír cómo Queipo de Llano
ordenaba que le diesen café, mucho café, a García Lorca y cómo Boby Deglané
piropeaba a la decentísima mujer española, a la que, al parecer, cualquiera
podía darle un beso de hermano.
La radio nos enseñó a temblar y a soñar a deshora, nuestros sueños fueron
nocturnos y nuestros miedos madrugadores. La esperanza venía siempre de
noche y por los tejados, como los gatos pardos. La esperanza radiofónica de
los españoles era un poco feroz y desmesurada; era la esperanza excesiva de
los que van más allá del sueño, de los que deliran por cuenta ajena. La
madrugada en cambio era real y para superarla se mataba el gusanillo del
miedo con una copa o dos de aguardiente de caña, porque las desgracias
irreversibles y los asesinatos de la familia habían sucedido entre dos
luces, a la hora incierta de la amanecida, al alba, cuando dice Cervantes
que Don Quijote salió de la venta.
Cada generación tiene sus preferencias. Nuestros hijos creen a medias en lo
que ven en televisión y nosotros soñábamos de refilón con las palabras
entrecortadas que venían de lugares lejanos. Antes había palabras que valían
más, mucho más, que mil imágenes. Aquellas palabras eran equivocadas y
confundieron el mar con la montaña; eran palabras volanderas y anónimas y
nadie sabía muy bien quién las pronunciaba y de dónde venían, pero nosotros
siempre las escuchábamos con veneración y las repetíamos con respeto porque
con su vuelo enloquecido de paloma llegaban a nosotros exhaustas, marchitas
y medio rotas, pero nos ayudaron a resistir el miedo, a soportar el hambre y
a conservar, intacta, la esperanza. |