Todas las puertas son una barrera pero
la puerta giratoria es, además, una barrera social, una clave que sólo
conocen algunos elegidos, un derecho de admisión implícito que se colocaba
en los grandes hoteles, los bancos de prestigio y los clubes privados para
impedir que entrase el paisanaje y pusiese perdida la moqueta. |
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FEBRERO 2007
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LAS PUERTAS GIRATORIAS
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POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
Sólo
los que amaban el peligro se atrevían entonces a desafiar al portero
disfrazado de general y se lanzaban como locos a dar una vuelta en el
carrusel de la puerta giratoria. Qué fascinante resultaba aquella aventura;
qué miedo pasábamos cuando el cancerbero nos atrapaba en plena faena y nos
expulsaba del local con una humillante patada en el culo. Nuestros hijos
ahora se tiran de un puente abajo, utilizan el ala delta como si tal cosa,
hacen surfing con toda desfachatez y encuentran aburrido el parapente, pero
los pobrecillos nunca disfrutarán de la emoción de violar los
convencionalismos sociales y la solemnidad asnal de las catedrales del
poder, apretando hasta el fondo el acelerador de las puertas giratorias con
la feroz anarquía de la santa infancia. Los jóvenes de ahora hacen deporte y
los niños de antes, sin saberlo, hacíamos política con nuestros pésimos
modales, explosionábamos el manual de urbanidad y nos ciscábamos en su
contenido y al tomar por asalto el palacio de invierno éramos lo que quedaba
de la revolución francesa, el recuelo de la famosa horda roja.
Todas las puertas son una barrera pero la puerta giratoria es, además, una
barrera social, una clave que sólo conocen algunos elegidos, un derecho de
admisión implícito que se colocaba en los grandes hoteles, los bancos de
prestigio y los clubes privados para impedir que entrase el paisanaje y
pusiese perdida la moqueta. Fue la primera puerta blindada que se instaló
antes de que se blindasen las puertas, porque el intríngulis de su
combinación secreta, la clave cifrada de su éxito, radicaba en el pavor que
el español demuestra ante el ridículo y que se refleja en la frase sentir
vergüenza ajena. El español puede ser trágico, dramático, cómico, sublime,
cursi, hortera; puede serlo todo excepto ridículo. Hacer el ridículo es el
peor de los pecados, la mayor de las desdichas, por eso ni siquiera se le
desea al enemigo secular, al francés. Se siente vergüenza ajena ante el
resbalón social de los otros, ante el comportamiento inadecuado de los
demás. Nadie es responsable de los hechos ajenos excepto si éstos son
ridículos; en ese caso España entera enrojece y se conduele. Hay algo de
torería y de majeza, de misericordia y de grandeza en esta postura que
significa sentir una piedad infinita ante el ridículo del prójimo; incluso
ante la desdicha de un prójimo que no sea de los nuestros. Los niños se
orinan sin decir esta boca es mía en los colegios y los viejos se mueren sin
quejarse en los hospitales por temor a hacer el ridículo, por temor a que
España entera sienta vergüenza por ellos.
Había que ser un dandi de las puertas giratorias para entrar y salir con
desenvoltura de aquel laberinto; había que tener galanura y distinción para
empujar la barra dorada lo justo para imprimir al giro la velocidad
correcta; los que no estaban socialmente preparados se ponían nerviosos,
salían disparados, se dejaban medio brazo en el intento, se convertían en
polizón del habitáculo del usuario precedente y ya nunca, jamás, serían uno
más de aquella incipiente jet set sin jet pero con puerta que formaba el
batallón de los elegidos, la flor y nata de la sociedad de la posguerra.
En los años cuarenta la única puerta giratoria que había en Lugo estaba
instalada en la entrada del Círculo de las Artes; no es por presumir pero un
servidor la tomaba por asalto dos veces diarias, al ir y venir del colegio.
El portero, un señor de unos cincuenta años, nos amenazaba con el puño
cerrado cuando nos veía llegar porque sabía que al menor descuido nos
meteríamos en el artilugio y lo haríamos girar como un carrusel impidiendo
la entrada a los socios de número y provocando la carcajada de los que no lo
eran. Nosotros, sin saberlo, éramos la revolución y la anarquía y la puerta
giratoria tenía un vago parecido con los molinos de viento. ∆ |