Los loros
daban prestigio a la familia; eran como un pariente surrealista y
deslenguado que hablaba sin ton ni son, que decía lo que ni siquiera el
subconsciente colectivo se atrevería a pensar. |
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AGOSTO 2007
- EL
CUARTO DEL LORO -
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
Las
familias que tenían parientes en La Habana recibían, tarde o temprano,
el regalo de un loro de plumaje multicolor y palabra fácil que cantaba
boleros de amor, contaba chistes verdes, gritaba como un loco: “¡Ahí
viene Marcelina!”, decía palabrotas o advertía a gritos que alguien
llamaba a la puerta.
Los loros daban prestigio a la familia; eran como un pariente
surrealista y deslenguado que hablaba sin ton ni son, que decía lo que
ni siquiera el subconsciente colectivo se atrevería a pensar. A los
loros que venían de La Habana las familias los interrogaban a fondo para
que contasen los secretos de los ausentes: si los hijos del tío Alfonso
eran de color chocolate, si el abuelo Matías había logrado amasar una
gran fortuna, si la prima Isadora se conservaba intacta y doncellita. El
misterio del loro radicaba más en lo que callaba que en lo que decía; su
elocuencia estaba trufada de puntos suspensivos, su verborrea se
concretaba, sobre todo, en el etcétera etcétera que mascullaba a veces.
“Este loro nos oculta algo”, decían las familias y erre que erre
interrogaban al pobre animal hasta que contaba todas las verdades
ultramarinas, los secretos inconfesables de los primos lejanos, las
miserias de la parentela de allende los mares.
El loro de mi familia se llamaba Severino y sabía rezar el
Señormíojesucristo de corrido; era un loro pío, muy de derechas,
conservador a ultranza y más bien despótico. “¡Esa falda, esa falda!”,
gritaba como un poseso cuando mi madre y sus hermanas, allá por los años
veinte, salían los domingos a bailar el charlestón con los amigos. Mi
abuelo Fernando, que era un hombre de carácter dulce, se defendía como
buenamente podía: “Hombre, Severino, no es para tanto, caramba, que
todas las chicas van vestidas así”, decía para disculpar a sus retoños,
pero el loro integrista no cesaba de gritar: “¡Esa falda, esa falda!”,
hasta que las niñas cambiaban su atuendo y se ponían la genuina mantilla
española, tocado que, a juicio de Severino, tenían que llevar las
jóvenes decentes. Mi madre y sus hermanas recibieron una acrisolada
educación en el Colegio de Jesús María, pero sobre todo padecieron la
sólida formación cristiana impartida por un loro de plumaje multicolor
que llegó un buen día de La Habana.
No llegué a conocer a Severino pero sí recuerdo el cuarto del loro y los
patéticos restos del naufragio de su acrisolada vida, lo que había
quedado del difunto, el rastro de su ausencia: la jaula de hierro
forjado, el paño carmesí, el soporte de bronce dorado, la cadenita de
plata meneses, el capirote rojo. De niño entraba cada día en el cuarto
del loro con la esperanza de encontrarme con Severino, porque entonces
creía que los loros buenos podían resucitar y regresar volando del más
allá, como decían que hacía de vez en cuando la paloma blanca del
Espíritu Santo. “Mamá, deja la ventana abierta”, le decía cada noche a
mi madre con la esperanza remota de que el milagro se produjese. Y es
que yo era tan pequeño y tan optimista que creía que la resurrección
universal se produciría cualquier día y si me hacía tanta ilusión, era,
sobre todo, por el despertar de los animales, por el regreso del loro.
Con el paso del tiempo el cuarto de Severino se fue llenando de maletas
viejas, de sombrereras, de sillas cojas, de uniformes militares, de
pelucas, de cómodas de caoba apolilladas, de números de Blanco y Negro,
de tristeza.
Setenta años después nadie se acuerda del abuelo Matías y a nadie la
preocupa la virtud de la prima Isadora, pero la leyenda de Severino se
ha ido agigantando con el tiempo. Mis hijos lo convirtieron en un
personaje mítico, casi en un santo, y mis nietos Dositeíño, Fortunato y
Jacintita me piden que deje la ventana abierta para que regrese de La
Habana el espíritu del loro multicolor que les va a enseñar el catecismo
del padre Astete; yo les complazco cada noche y cada mañana acudo con
ellos al cuarto del loro a comprobar si regresó Severino, aunque, claro,
tengo que reconocer que con el paso de los años uno ha empezado a perder
la esperanza... § |