Nos resistimos
a desmantelar la habitación del abuelito para que los fantasmas de la
familia tengan un sitio donde regresar y lo hacemos como el que conserva el
palomar sin palomas. |
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ABRIL 2007
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LA HABITACION DEL ABUELITO -
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
Aunque
el anciano caballero se haya muerto hace más de medio siglo y ya nadie se
acuerde de su aire distinguido, de su exquisita cortesía, de su bonhomía, la
habitación del fondo se llamará, porque hay nombres y hombres que perduran
en la memoria de las familias, la habitación del abuelito.
Los abuelitos de antes estaban sentados en su dormitorio con el abrigo
puesto esperando a que el otrora pasara por allí con sus jirones de tiempo
fosforescente. Ellos, que tenían garantizada la brevedad del tiempo, le
habían cedido el futuro a sus nietos y se habían quedado para ir tirando con
un porvenir hilvanado de recuerdos falsos, de memorias remotas, de anécdotas
inventadas, de vivencias apócrifas. De todas las habitaciones perdidas
ninguna se ha resistido tanto a desaparecer como la habitación del abuelito,
aquel anciano caballero que conoció en su juventud a Monsieur René del París
de la Francia, titiritero galo que vio morir a Napoleón en la Isla de Santa
Elena una fría tarde de invierno. Y es que si cancelásemos la habitación del
abuelito tapiaríamos el cuarto de los prodigios, cauterizaríamos para
siempre nuestra infancia y le diríamos adiós, desde la ventana del salón, a
los viejos fantasmas de la familia y a las maravillosas mentiras del otrora.
Qué sería de nuestra vida sin las historias del señor Eladio el comedor de
sables, o sin la gloriosa gesta de cuando fuimos los últimos de Filipinas y
gritamos "¡Viva España!" antes de caer acribillados por las balas rebeldes.
En la habitación del abuelito todo era posible porque él, que estaba tan
cansado que incluso estaba cansado de soñar, lo hacía por nosotros una vez
más para enseñarnos el camino del prodigio y del espanto, el lado oculto de
las cosas, el envés de los misterios de la vida; con el abuelo aprendimos a
beber vino caliente con azúcar, a mover las orejas, a decir un tigre, dos
tigres, tres tigres y amar apasionadamente La Habana, ciudad que nunca
conoceremos, pero que llevamos desde entonces en el corazón y, sobre todo y
gracias a su voz cascada, sabemos hoy cantar el tango con cierto desgarro
arrabalero y somos desde entonces, y sin dejar de ser de Lugo, remotamente
bonaerenses, argentinos de refilón.
Ahora que la moderna arquitectura nos amenaza con arrebatarnos una a una las
habitaciones superfluas que constituían la sal de la vida: el cuarto de los
baúles, el dormitorio de servicio, la salita de recibir, el despacho,
nosotros nos resistimos a desmantelar la habitación del abuelito para que
los fantasmas de la familia tengan un sitio donde regresar y lo hacemos como
el que conserva el palomar sin palomas con la remota esperanza de que vuelva
algún día aquel gorrión que de niños decíamos que se parecía a Gary Cooper
disfrazado de San Francisco de Asís.
El abuelo del abajo firmante se llamaba Dositeo y era un caballero elegante
y bondadoso, muy aficionado a jugar al parchís y a la brisca y a rezar
rosarios y paternóster. Como decían que tenía mala salud se iba a pasar
temporadas al más allá, pero siempre regresaba con prodigiosas historias que
después le contaba a su nieto: "¿Qué has visto en el cielo, abuelo?", le
preguntaba el autor de este escrito, y el abuelo Dositeo, que regresaba
dolorido y macilento por el largo y penoso viaje, le guiñaba un ojo y le
contestaba muy ufano: "Hoy, hijo mío, vi a la Magdalena recitando volverán
las oscuras golondrinas y a san Froilán y a san Atilano hablando con un lobo
de Monforte de Lemos".
El abuelo Dositeo murió en los años cuarenta, pero el nieto está seguro de
que algún día regresará para explicarle con pelos y señales el significado
de algunas palabras esdrújulas y otros hechos misteriosos y enigmáticos que
el autor, acaso porque tiene el alma de cántaro y es un poco simple, no ha
podido dilucidar por sí mismo. ∆ |