Los que han vivido en una casa con
corredor no pueden ser felices en ningún otro sitio, y por amplio y soleado
que sea el piso siempre sentirán la nostalgia del pasillo perdido, de las
begonias rojas que formaban un jardín portátil, de las campanadas del reloj,
de la sirena del barco italiano. |
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JUNIO 2006
- EL
CORREDOR -
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
S olamente en algunas
ciudades mágicas los constructores siguen haciendo casas con corredor y
amplios ventanales desde donde se puede otear el horizonte y ver como allá,
a lo lejos, el enorme trasatlántico italiano saluda a golpes de sirena a sus
diminutos compañeros de ensenada y se va alegremente a las Américas.
El corredor es un pasillo con pretensiones que conduce a ninguna parte, que
tiende al infinito. Desde la mecedora del corredor se ve la lluvia de los
poetas. Desde otros ventanales, incluso desde algunos balcones de hierro
forjado, podemos ver llover o sentir cómo llueve, pero sólo desde el
corredor se oye cómo la lluvia canta boleros de amor en los cristales, y
huye después fachada abajo y se detiene un momento para observar la alacena
y mirarse en nuestros ojos un instante, sólo un segundo eterno que nos
cautivará para siempre, que incluso cambiará el curso de nuestra vida, pero
no el suyo porque la lluvia forma ríos diminutos que se unen a otros ríos
mayores y todos juntos, con alegría insensata de titiritero, se van por el
canalón al mar de la alcantarilla que, como dijo el poeta, es el vivir. Sólo
desde el corredor se entiende el secreto del agua recién nacida, del agua
desmembrada y rota, de la gota de agua -no diremos, por prudencia, el
secreto de la lágrima, para no alarmar al respetable-, de la risa del agua
que se va y nos dice hasta luego, porque ambos sabemos que volverá a
visitarnos cualquier día cuando abramos el grifo del cuarto de baño; la
lluvia que vemos desde el corredor es de ley, y como los gatos, regresa a
casa de vez en cuando para adormilarse y maullar en un rincón, para
ronronear en el vaso donde hemos dejado la dentadura postiza o el ojo de
cristal color verde botella. El agua no se muere nunca pero duerme la siesta
y tiene pesadillas; el agua todavía recuerda con estupor el día que Jesús la
convirtió en vino sin avisar y del susto que se llevó -que el color de la
sangre alarma mucho- cuando se sintió Rioja del setenta. Y desde entonces, a
la lluvia, no le gustan ni las bodas ni los milagros.
Los que han vivido en una casa con corredor no pueden ser felices en ningún
otro sitio, y por amplio y soleado que sea el piso siempre sentirán la
nostalgia del pasillo perdido, de las begonias rojas que formaban un jardín
portátil, de las campanadas del reloj, de la sirena del barco italiano. Con
el paso del tiempo los recuerdos se exageran porque es bien sabido que no
hay nada tan frágil y mentiroso como la buena memoria. El corredor se alarga
con los años hasta convertirse en un laberinto intrincado y el modesto
primer piso se hace ático por arte de birlibirloque.
Desde las alturas de mi corredor imaginario me gusta rememorar los falsos
recuerdos de la juventud, y ahora que el músculo duerme y la pasión
descansa, me aprovecho de mi dolencia para decir insensateces de poeta. Sé
que soy un enfermo, tengo el mal de las alturas, el vértigo del falso
laberinto y antes de que el médico me ordene gritar treinta y tres a los
cuatro vientos y le tenga que sacar la lengua a los otros locos del seguro,
me atrevo a decirles a ustedes que la lluvia es una mujer que tiene prisa,
que no la dejen escapar, que huyan en el barco italiano, que se marchen a
descubrir América. Perdonen ustedes mis mentiras pero uno, de momento y
hasta previo aviso, es sólo un impedido de la literatura, un enfermo de
melancolía... ∆ |