"Marcelina ¿me dejas dormir contigo?", preguntábamos con
un hilo de voz sabiendo que recibiríamos una negativa por respuesta y una
carcajada de propina; y lo que más dolía era la risa, porque lo peor del
desamor es la coña marinera y el retintín. |
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AGOSTO 2006
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El dormitorio del servicio -
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
S ólo los niños de
pantalón corto teníamos el privilegio de entrar y salir con desenvoltura del
dormitorio del servicio, ya que la habitación de la muchacha era su reino
privado, donde ella se quitaba la cofia y el uniforme, donde prescindía del
delantal y recuperaba otra vez la libertad perdida, aquellas horas muertas y
perezosas que se habían quedado en San Pedro de Benquerencia. El dormitorio
del servicio olía a espliego, a sudor, a tomillo, a cerrado y a orégano. Era
una mezcla de olores que nos subyugaba, que nos atraía. "Marcelina ¿me dejas
dormir contigo?", preguntábamos con un hilo de voz sabiendo que recibiríamos
una negativa por respuesta y una carcajada de propina; y lo que más dolía
era la risa, porque lo peor del desamor es la coña marinera y el retintín;
no es la negativa lo que hiere al amante, no, es el no... que se queda
colgado, el no con puntos suspensivos. La habitación de la muchacha olía a
sobaquillo y a hierbabuena, y también olía a jaras y a romero, porque, en el
fondo, era el campo y no la campesina, el que se había ido a servir a Lugo
huyendo de las hambrunas de los años cuarenta. Marcelina, al principio, le
escribía largas cartas de amor a su novio Manolo, pero a medida que las
luces de Lugo, que el movimiento y la vida frenética de la gran ciudad -para
ella y entonces para mí, Lugo era una gran urbe- le iban robando el alma, la
imagen de Manolo se hacía cada vez más desvaída, y como nebulosa, pues dicen
que la distancia es el olvido, y yo ahora, de viejo, comprendo perfectamente
esa razón. Al final Marcelina abandonó a su novio, lo dejó por gañán y por
tarugo y diez años después contrajo matrimonio con Joaquín, que era de
Madrid, tenía patillas y sabía bailar el chotis. Marcelina dejó de ser una
aldeana de nacimiento y se hizo capitalina consorte y el año pasado, por
noviembre y rodeada de nietos, se fue de Madriz al cielo.
La España de la posguerra era una sociedad de clases y de clasistas y las
gentes estaban separadas por las trincheras y por el lenguaje; todos
compartíamos la miseria pero cada uno desde una margen de aquel río de
palabras huecas, de grandilocuentes tratamientos. En el interior de las
casas la vida mezquina y cutre separaba a las gentes, y la palabra ponía a
cada uno en su lugar; el lenguaje impedía a veces que surgiese el afecto,
que el cariño brotase a borbotones. En el comedor y delante de un plato de
sopa, hecha con poca sustancia y buenas intenciones, la señora, el señor y
el señorito jugaban en silencio con la gazuza y pocos metros más allá, en la
cocina, la criada migaba pan negro en el mismo líquido. Eran gentes unidas
por la sopa, el hambre y el miedo pero separadas por las palabras.
Marcelina, la criada, fue después la sirvienta, la doméstica, la muchacha,
la chica, la tata y es ahora la asistenta, la colaboradora, la señora que me
echa una mano y me ayuda en la cocina. Las cosas cambian cuando cambian las
palabras y no al contrario. ¿Qué fue antes el huevo o la gallina? ¿Qué nació
antes la libertad o la palabra libertad?
A Marcelina la quise mucho, casi tanto como a sor Inés que me enseñó a hacer
la o con un canuto. Quise tener con ella una pasión sacrílega y como uno
tenía aspiraciones la requerí de amores un día en el recreo. "Sor Inés, ¿me
dejas dormir contigo?", le pregunté con un hilo de voz. Sor Inés era la
mujer más bella que he conocido; tenía un rostro patético y unos dulces ojos
azules, su piel era blanca y transparente, sus movimientos eran suaves y
ligeros y además, y eso era lo más emocionante, quería ser mártir y morir en
las Américas. Sor Inés me escuchó con interés un poco distante y me hizo
repetir la pregunta; después sonrió con dulzura y algo de coquetería, me
atusó el pelo y dejó suspendidos en el aire, con delicadeza de amante, tres
puntos suspensivos...
Eran, sí, tiempos difíciles aquellos. España había salido de una guerra
cruel y todos teníamos miedo a las palabras de los demás. Yo lloraba todos
los días un poquito porque me dolían los sabañones y aunque podía entrar y
salir del dormitorio del servicio porque aún no había cumplido los seis
años, nadie sabía que ya tenía el corazón partido por dos amores imposibles.
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