La máxima aspiración de los hombres de buena voluntad
del mundo, durante todos los tiempos, es la paz. Nada hay tan horrible
como la guerra, nada tan brutal ni que ocasione en cadena tantos males,
tanto sufrimiento, tanta regresión.
Pero la paz es una consecuencia, no una causa. La paz se construye a
partir de muchos valores sabiamente combinados, de muchos esfuerzos, de
muchas transformaciones.
Y tal vez el más importante pilar sobre el que se puede levantar una
auténtica paz, sea la Justicia.
En realidad, la paz es un estado de conciencia, una conquista personal o
social, consecuencia de haber evolucionado y de haber trascendido
estados donde el egoísmo, el odio, la envidia, la mentira, los celos,
etc., son argumentos cotidianos, alimentados por los que se nutren de la
guerra, por los que sacan tajada del conflicto, por los que nunca son
salpicados por la sangre derramada.
Pero si existe un virus de la guerra, un virus que provoca y desata los
conflictos, a cualquier nivel, ése es la injusticia.
La injusticia anida en todas partes y se cuela por todos los rincones.
Su veneno es capaz de destruir la más sólida convivencia, los más altos
valores. Por eso, nunca existirá paz si antes no se sientan los pilares
de una sólida justicia. Y eso afecta desde el ciudadano que roba o mata
porque así descarga su frustración y se venga a su manera, de todo lo
que le rodea, de todo lo que le oprime, hasta el gobernante que sabe que
está más allá del alcance de la justicia porque su estatus así lo
contempla, porque tiene poder para manejar a los jueces y para cambiar
las leyes.
Y en esa cadena interminable se suceden todos los eslabones y se
incluyen todos los acontecimientos del vivir humano. Pero si la paz es
un estado de conciencia, la justicia es un valor inalcanzable, de
momento, para la mayoría, porque no tiene tanto que ver con la
aplicación de las leyes como con la comprensión de lo que es el ser
humano como criatura divina y de sus derechos como hijo de Dios, y con
la vinculación o compromiso con tal realidad y los derechos y deberes
que de ella emanan.
En
realidad, nunca se ha buscado la verdadera justicia, tan sólo
medidas para controlar a los pueblos, normas para amarrar
libertades y derechos, castigos para meter miedo a los más osados. |
Al final, todo vuelve al mismo punto, y es la naturaleza
del hombre y su derecho sagrado a la vida. Pero la vida en sí misma es
justa, y en el desarrollo de esa justicia se vislumbra la paz, esa paz
que la naturaleza nos transmite, esa energía que nos toca dentro y nos
hace detenernos y recordar que somos parte de un Todo, eslabones de una
cadena.
La humanidad nunca ha conocido la paz. Algunos hombres la han intuido e,
incluso, disfrutado esporádicamente. Pero, de la misma forma, nunca ha
existido justicia sobre la tierra, tal vez porque los hombres se han
empeñado en crearla a base de leyes, leyes casi siempre injustas, leyes
que no evolucionan, leyes que luego se usan como dardos envenenados
contra los más débiles.
En realidad, nunca se ha buscado la verdadera justicia, tan sólo medidas
para controlar a los pueblos, normas para amarrar libertades y derechos,
castigos para meter miedo a los más osados.
Si nos fijamos bien, la justicia no educa, más bien amenaza y castiga.
Tal vez por todo ello la paz seguirá siendo una utopía, un bonito sueño
inalcanzable, porque antes la justicia tiene que brillar en el planeta,
aunque es posible que no sea precisamente por la mano del hombre, sino
por medio de Aquel que diseñó al hombre.
Por ello, el sueño de un mundo diferente depende de la paz universal, y
ésta de la justicia.
Pero soñar es crear futuro, y para el Soñador no existe limitación
alguna. ∆