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MAREA NEGRA
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Para evitar que periódicamente ocurra lo mismo a las mismas gentes,
hace falta una política firme de prevención y de vigilancia de
nuestras costas. |
Hay quien dice que el negro es un color
bonito y elegante, y tal vez sea verdad; sobre todo en las pasarelas, en los
casinos, en aquellos lugares donde no llega convertido en marea, en muerte,
en desolación.
Pero en las costas gallegas el negro no encaja, tal vez porque ya poseen su
color propio, diseñado por la naturaleza, que les hace mágicas a los ojos y
al espíritu del visitante y, sobre todo, fértiles para quienes han
convertido su vida en una prolongación de la vida marina, para quienes el
mar y sus dones es todo lo que son y lo que saben.
Pero, periódicamente, el negro tiñe de incertidumbre las costas y las vidas,
sustituye la vida por la muerte, pinta con tonos de tragedia la esperanza y
la lucha diaria de unas gentes que conservan la tradición de sus
antepasados, que mantienen una alianza severa con el mar, que representan lo
auténtico ante la degradación paulatina de lo natural en beneficio de lo
artificial.
Quien se haya asomado a la Costa de la Muerte, a sus pueblos, a sus
acantilados, a sus gentes, sabe que ha vivido un viaje en el tiempo, un
retorno a lo puro, a lo salvaje, a lo que la naturaleza reclama como
intocable, como su patrimonio por excelencia.
Tal vez por eso, la marea negra de la degradación que arrasa tierras y
mares, gentes y valores, también tiene que atreverse con lo intocable, tal
vez para decirnos a todos que nadie está a salvo, que el futuro es de color
negro, que lo puro se extingue y lo inocente es tan sólo un recuerdo que
intenta aflorar en Navidad sin conseguirlo.
Y son las gentes de la Costa de la Muerte las que ya han perdido la
inocencia, las que no creen en los Reyes Magos, porque una vez más, y van
muchas, la desidia, el egoísmo, la falta de escrúpulos de unos pocos, les ha
llevado el negro a sus vidas, ha manchado su pureza de alquitrán negro.
Rostros surcados de mil arrugas, reflejo de otras tantas batallas con las
olas, con los temporales, se estremecen ante la visión y la impotencia de lo
que fácilmente podría ser evitable.
Pero el sistema está diseñado para lamentarse de los fallos y tratar de
paliarlos, no para evitarlos. Para evitar que periódicamente ocurra lo mismo
a las mismas gentes, hace falta una política firme de prevención y de
vigilancia de nuestras costas. Para eso se necesita pensar, y para pensar se
necesita estar "preocupado" por las gentes y su bienestar.
Tal vez no haya tiempo para pensar porque se malgasta en hablar, y se habla
tanto que se dicen cosas de las que luego hay que arrepentirse, o
desdecirse, o reconocer la equivocación, eso en el mejor de los casos.
Pero las costas, la vida de las costas, las gentes sencillas que son una con
el mar, no entienden mucho de discursos, saben, sin embargo, mucho de
hechos, tal vez porque su vida no es teórica, sino práctica, auténtica, no
como la que se mueve en los despachos bajo la sombra, también negra, de los
intereses, de los acuerdos, de los pactos.
Las gentes del mar son como el mar, auténticas, cinceladas a golpe de
temporal, de tragedia, y también relajadas como la calma chicha. Su lenguaje
es el de las olas y sus ciclos las mareas.
Tal vez por ello, como le ocurre al mar, a las rocas, a las playas y a la
vida que en ellos existe, no entienden por qué no se les protege, no se les
cuida, no se les respeta.
Acostumbrados a mirar al mar, miran ahora hacia tierra buscando respuestas,
pero la tierra nunca supo responder al mar, porque sus habitantes hablan
lenguajes diferentes, tienen objetivos diferentes, tal vez por eso se
explica que el negro del interior de la tierra acabe invadiendo y
destruyendo lo puro y limpio del mar, porque ambas cosas son incompatibles,
porque lo negro nunca debería haber salido de las entrañas de la tierra.
Y esta Navidad no se brindará con champán en la Costa de la Muerte,
celebrando las cosechas que por estas fechas llenan las arcas de los
pescadores. Tal vez, tan sólo, un niño escribirá una carta a los Reyes
Magos, pero no para pedirles juguetes, sino para que devuelvan la sonrisa a
sus padres, la alegría a su casa, la pureza a su costa.
Y los Reyes, como siempre, no responderán. No pueden, ellos, como el
petróleo, también vienen de Oriente. / MC |
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