Y es que para que este
sistema funcionase de verdad debería haber una correlación de fuerzas
mucho más justa. Es decir, que las condiciones políticas y económicas
se igualaran en todos los pueblos del mundo. |
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LA CUESTION DE LA CUESTION
POR JOSE ROMERO SEGUIN
Lo que
importa no es lo que deseemos o exigimos que nos den, sino lo que estamos
dispuestos a dar, es decir, malparafraseando a Shakespeare, dar o no dar,
he ahí el dilema, o dar y recibir es la cuestión. Todos coincidiremos en
que lo ideal es un equilibrio entre lo que se da y lo que se recibe. Pero
cómo se consigue ese equilibrio, centrándonos, tal vez. Pero ¿es
realmente el centro político un punto equidistante entre las fuerzas, un
punto de indefinición positiva que articula el sistema absorbiendo y
ordenando las fuerzas centrípetas y centrífugas que generan los
desajustes del motor social? Porque si lo es, podría suponer un buen
comienzo. Puesto que hasta que no se instauren unas directrices
universales de convivencia social que imperen en todo el mundo y para todo
el mundo por igual, no nos queda más remedio que contemporizar,
compatibilizar e ir dando sentido al sentir mayoritario en favor de la
convivencia y el desarrollo del ser humano.
De todos modos la racionalidad que contiene hoy este
razonamiento, está envenenada en origen, puesto que lo que propugna es un
estado crónico de transición que no lleva al hombre sino a la más
absoluta decadencia, creando egoísmo e hipocresía, y una terrible y
negativa sensación de impotencia. Y es que para que este sistema
funcionase de verdad debería haber una correlación de fuerzas mucho más
justa. Es decir, que las condiciones políticas y económicas se igualaran
en todos los pueblos del mundo. Y para conseguirlo deberían estar a estas
alturas más que equilibradas en el orgulloso Occidente, cosa que no
ocurre. Aquí, en el mismo centro del paraíso, lo que impera es la
desigualdad. Por ello este centro no sirve, pues no cumple ninguna de las
premisas que antes enunciábamos. Es decir, no se desplaza en el sentido
que marca la silueta social, por cierto mucho más poligonal que lineal en
su progresión y configuración, ni tampoco busca articular, sino imponer.
Todos sabemos pues, cuál es el diagnóstico, grave y
crónica enfermedad social de injusticia y desigualdad, con flagrante
explotación por parte de una pequeña porción del mundo de la totalidad.
Pero algo tan monstruoso no nace de la voluntad de unos pocos, aunque
finalmente sean unos pocos los que terminen rentabilizándolo, sino que
parte de una mala concepción de nuestro entendimiento a la hora de
concebir el modelo social que deseamos. Sea como sea, lo cierto es que
todos suspiramos por un sistema más justo. Ocurre, eso sí, que cuando lo
hacemos el umbral de justicia a que aspiramos no esta más allá de
nosotros que lo puede estar nuestra sombra. Es decir, nos tomamos a
nosotros mismos y a nuestras aspiraciones como modelo y referencia.
Consiguiendo con ello enturbiar el proceso por más sensible que éste
sea. Pues la referencia de un sueño para todos no está exclusivamente en
nuestros sueños, sino en la confluencia de los sueños de todos en un
mismo sueño. Pero conseguir tener esta visión exige sacrificios, aunque
no tantos como pueda parecer, porque no se trata de tener que renunciar a
uno mismo sino aspirar a ser un poco todos los demás, ello nos igualaría
en lo social haciendo más justa y transitable esta vida y nos dejaría
plena libertad en lo individual.
El drama del hombre es que ha conseguido vacunas para
casi todas las epidemias. Pocas bacterias o virus se le resisten. Pero no
ha sabido encontrar la vacuna contra la insolidaridad, la ambición y la
intolerancia. Dicho así puede parecer una barbaridad, una especie de
propuesta de genocidio, pero no lo es, porque no se trata de inyectar
imposición sino convencimiento, de educarnos en esa íntima relación que
no ha sabido ponernos a salvo de lo peor de cada uno de nosotros. Y no es
que no se mate tanto individual como colectivamente, que se hace, ahí
está la pena de muerte y la pena de las muertes que produce la
injusticia. Ocurre tal vez, que lo que frena el avance no es el hecho de
que el agente que transmite la enfermedad es el propio hombre, sino que
los efectos devastadores de la epidemia, son las más sólidas bases del
injusto sistema social en que vivimos.
Para ir poniendo las bases de esta nueva concepción de
la vida, que, o se erradica, o nos aboca irremediablemente a la
destrucción, debemos profundizar en la sencilla fórmula del dar y
recibir, aplicado a la propiedad y no al intelecto, es decir y como decía
al inicio, consiguiendo un perfecto equilibrio entre lo que damos y lo que
deseamos recibir. Si no hacemos esta reflexión no nos va a salvar ni la
derecha, ni la izquierda, ni el centro, pues no se trata de ideologías
sino de energías. Teorizar es bueno, también lo es predicar, pero
hacerlo con el ejemplo es lo que marca la diferencia.
El futuro está en nuestras manos, no en las de una concepción u otra del
modelo social. Todos tenemos ideas, todos deberíamos tener pues
conciencia de lo injusto que es hoy el sistema que está matando no sólo
a millones de hombres en todo el mundo, sino que además está poniendo en
peligro al mismísimo planeta. Para salvarlo no es suficiente con pedir,
con exigir, tenemos que aprender a dar, a dar más que a recibir, pues el
equilibrio hoy así lo demanda. Ello no significa que no podamos exigir de
nuestros representantes políticos eficacia y honradez en la gestión,
pero cuidado, tomando como referencia un punto que esté al menos a un par
de metros de nuestro ombligo. |