Hoy por cien pesetas diarias
apadrinamos a un niño. Por esa insignificante cantidad descansamos la conciencia y
tenemos en casa una fotografía de él sonriente y feliz, faltaría más, que para algo se
pagan los cuartos. Así somos de generosos y solidarios.
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EL REMEDIO DE LA ADOPCION
POR JOSE ROMERO SEGUIN
La
adopción de un niño esconde siempre una historia de dolor, abandono y soledad. Pero
cuando es la injusticia social la que la motiva, ésta alcanza entonces límites
insospechados de dramatismo y repugnancia. Es sin ningún género de dudas innegable
síntoma de grave enfermedad social, pues en la mayoría de estos casos los padres se ven
obligados a renunciar a sus hijos, a expulsarlos de su lado, a privarlos y privarse del
mutuo e insustituible calor de la familia, que reconforta aún en medio de la fría
necesidad y demás penurias con que los aflige la miseria. Nada ni nadie puede sustituir a
un padre y a una madre, y nada ni nadie puede consolar a unos padres que se vean forzados
a semejante atrocidad, y si lo hacen es porque algo terrible les niega a unos y otros el
derecho a tenerse.
Digo esto, porque hoy, parece que se ha puesto de moda que las reinonas
de la copla, el artisteo y demás familias bien de esta Europa de las vanidades, se
agencien en algún país de las pisoteadas tierras del Sur, un niño, o un par, según les
venga. No quisiera ser injusto con estas personas que tal vez no busquen sino compartir
sus exorbitantes capitales con los más desfavorecidos, y qué mejor que con los niños.
Pero ¿no es acaso más injusto que unos tengan tanto que puedan permitirse el lujo de
comprar niños, y otros tan poco que tengan que venderlos? Decir esto es hacer demagogia,
ya lo sé, se dice: "El sol nace para todos, todos tenemos las mismas posibilidades,
y bla, bla, bla". Son tonterías que nos repetimos para no tener que repartir, y en
función de una valía que no significa en su mayoría sino minusvalía o vicio, eso sí,
sabiamente administrado. Porque quizás no lo sepamos, pero nuestro éxito no radica tanto
en nuestro excepcional talento, como en la acuciante necesidad del sistema capitalista de
que esto sea así. Es decir, en su constante y continuado proceso de devaluación de unos
en beneficios de otros, por lo general de comunes mayorías en favor de selectas
minorías.
Dicen, decimos, que al fin y al cabo se mueren de hambre, o los matan,
o los prostituyen, y claro, como eso es así de irremediable pues qué mejor que darlos en
adopción, que venderlos en definitiva a un matrimonio feliz y bien situado que les dé
escuela y caprichos.
Pero yo entiendo que no es justo, que esos niños tienen derecho a algo más que un boleto
para el paraíso, que tienen el derecho y el deber de vivir al calor de sus padres,
familias y pueblos, a ser queridos por ellos y a compartir con ellos su suerte, que si hoy
es negra y dura, no va a cambiar desde luego huyendo a través de esa bonoloto afectiva,
sino creciendo y tomando conciencia de que no tienen por qué vivir así, que nadie tiene
por qué verse obligado a vender a sus hijos en función de ofrecerles una vida mejor.
Hacer lo contrario es enseñarles a vivir sin esperanza, especialmente a los que se
quedan, y también si tiene conciencia, a los que se van.
Yo tuve la suerte de vivir mi infancia junto a mis padres. No tuve
lujos, es cierto, pero sí el calor de una familia que era la mía, y eso no lo cambio por
nada. Mi padre toreó la vida para nosotros y mi madre nos cantó y acunó en la ilusión
y también en la desilusión. Qué más se le puede pedir a la vida. Y como lo siento
así, me duelen estos niños que van a pasar a ser un mero objeto sentimental en un mundo
ya hecho, donde todo esté a su disposición, todo menos el afecto de sus padres, esa
mujer y ese hombre que un día y sin razón alguna que se pueda justificar en el ámbito
social, se tuvieron que deshacer de ellos para salvarlos de una marea de injusticia e
hipocresía sin nombre.
Repito que sé que estoy siendo injusto, y tal vez haciendo demagogia, pero estoy cansado
de ver cómo el eufemismo y el dinero van invadiéndolo todo. Hoy por cien pesetas diarias
apadrinamos a un niño. Por esa insignificante cantidad descansamos la conciencia y
tenemos en casa una fotografía de él sonriente y feliz, faltaría más, que para algo se
pagan los cuartos. Es así, porque así somos de generosos y solidarios, como una fría e
insignificante moneda de 20 duros.
Al respecto sólo me resta añadir que mal venidas sean estas
bondadosas adopciones, estos absurdos partidos contra la droga, esas narco-salas y demás
teatros de hipócrita concepción caritativa de la convivencia, pues es con ellos con lo
que -aunque pueda parecer mentira- se ponen las más sólidas bases para la consolidación
e institucionalización de la injusticia como única herramienta de futuro.
Mientras un puñado de jóvenes corren a socorrerles, el banco mundial les chupa la sangre
y la dignidad. Los primeros parecen suficiente a los ojos de nuestra comodona y amodorrada
conciencia, por que se expresan y manifiestan, mientras que la maldita y poderosa polilla
del dinero y los intereses comerciales, les devora y asesina en medio del más absoluto
silencio. Vemos de ese modo, falsamente agigantado el generoso pero ínfimo remedio, y
perdemos de vista el descomunal genocidio, del que por cierto los niños no son sino
víctimas propiciatorias.
Salgamos pues a la calle a exigir para ellos la igualdad que les debemos, y no la lástima
con que les afligimos. |