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Existió
un tiempo en el que el hombre y la tierra eran un todo. El hombre conocía y respetaba la
naturaleza, recibía de ella y de los diferentes reinos sus dones, sus atributos, y los
incorporaba a su esencia humana con el profundo respeto que emana de lo sagrado, de lo que
forma parte de la vida, del reconocimiento de su verdadero lugar en la creación.
Existió
un tiempo en el que los espíritus de la naturaleza se comunicaban con los hombres a
través de determinados animales que representaban para cada tribu el símbolo del poder
oculto de los dioses.
No era un tiempo de ignorancia como algunos creen, sino un tiempo de profunda
sabiduría, donde los misterios más ocultos eran transmitidos a los ancianos responsables
de guiar a sus pueblos por el camino del sueño, por el camino marcado por el vuelo del
águila, por el aullido del lobo o por la manifestación de los elementos.
En la memoria de la tierra están recogidos estos tiempos, y están grabados a fuego
esperando otros tiempos en los que el hombre, una vez haya aprendido el precio, la
lección, de su soberbia, pueda recuperar sus orígenes, mirar hacia atrás en el tiempo y
acudir a sus ancestros para volver a ser verdad, la verdad que otorga la perfecta
comunión con la naturaleza y sus espíritus creadores.
La memoria del hombre es frágil. Los recuerdos son barridos de las mentes y
sustituidos por ilusiones que día a día nublan la visión y encadenan la mente y el
cuerpo a cuestiones materiales y pasajeras.
La rueda de la vida continúa girando inexorablemente, pero cuando se acerca al final
de su recorrido, el pasado resurge y se funde con el presente, trayendo con él todo lo
bueno y lo malo, la síntesis de todo un ciclo de vida.
Así, la humanidad ha recorrido un largo camino desde sus orígenes, un camino plagado
de experiencias buenas y malas, de pasos adelante y de duras caídas.
Pero, al margen de todo ello, situado en otro plano de existencia, lo sagrado permanece
desde el principio de los tiempos para recordar al hombre, con su inalterable presencia,
que existe un poder muy superior al suyo, que el hombre es una criatura aún en
formación, inexperta, inconsciente y llena de soberbia, y sus pasos están velados,
guiados y controlados por fuerzas muy superiores que esperan su madurez para poderse
manifestar ante él.
En los tiempos pasados los pueblos eran guiados por hombres sabios que les conducían
por el camino de la sencillez y del respeto hacia la creación.
En el presente los pueblos son conducidos por hombres ignorantes, sedientos de poder,
insensibles ante el dolor, el hambre, la injusticia.
Por ello, los pueblos no tienen un horizonte claro hacia el que caminar, porque han
perdido el recuerdo del origen, no saben de dónde partieron y no saben hacia dónde ir.
Por eso los pueblos actuales exterminan a los animales sagrados, destruyen la
naturaleza, contaminan la tierra y las aguas.
El hombre está perdido en un laberinto de destrucción, de falta de valores, y sólo
acudiendo a sus ancestros puede recuperar su lugar en la creación y, por tanto, su
equilibrio, su paz interna.
Pero el tiempo es corto ya. El aullido del lobo apenas se oye, el vuelo del águila no
se sigue porque no existe tiempo para mirar al cielo, y los elementos se están liberando
y comenzando a marcar su propia ley, que no es otra que la Ley del Uno.
La sabiduría de los ancianos ya había profetizado estos tiempos, porque ellos, que
estaban en conexión con los espíritus del Fuego, del Aire, del Agua y de la Tierra,
podían volar a través del sueño y descifrar el futuro.
Y el futuro de los ancianos es nuestro presente.
El hombre persigue y mata al lobo sin comprender que el aullido del lobo es
precisamente lo que devolverá la paz a su atormentado espíritu. |
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