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Infancia y paisaje
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Los mirlos cantan a la caída de la tarde para sí el amor; apuran para mí el día nervioso de preguntas, que se me muere el día y qué pletóricos juntos ellos todos mirlos: enérgicos sus picos que entreabren cual gajos presumidos o afilados si fueran de naranja. Llenan la tarde, vuélvenla más frondosa, vuelan, revuelan, páranse, cantan como si rieran o es que ríen frenéticos, jugosos -parecen energúmenos-, candentes entre la floresta, entre las zarzas y siempre aficionados al verdor. Desde el balcón que es alto de mi casa, casi siempre me doy tan a escucharlos -detengo la lectura, la música, el estudio- a la caída de la tarde, ahí cuando el amor se vuelve más necesario y ese misterio denso que nace de lo vivido me pellizca el costado y la risa. Yo los contemplo mirlos; mas los siento ceniza renacida de lo agreste roca y verde, pura metáfora acaso los mirlos de otro canto natural y hondo que parece dormir en la entraña de las cosas. Si no, cómo es posible que sus gritos tan libres puedan venir y lleguen hasta mí tan adentro a voltearme el corazón triste o alegre en las tardes. Por eso creo que un signo de metáfora, de trasunto del espíritu ríe con ellos mirlos y salta con ellos y se prende entre la floresta y acaba incendiando la floresta, el pinar, las zarzas, las palmeras... Mi corazón alegre o triste sobre estas tardes agridulces, los espera... Cuando el amor que cae se vuelve -o lo parece- nuestra sola fortuna necesaria. A la caída de la tarde los mirlos -serafines oscuros- secretos dicen a mi alma... Mi corazón se alegra, mi corazón los espera a la caída de la tarde cuando el amor se vuelve tibio y necesario. Y ellos mirlos ya están ahí, como criaturas que fueran hijas de mis anhelos o breves rojo y negro redivivos ensanchadores de mi risa, mis tardes y mis ojos. Δ
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