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El verdadero precio de las cosas
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Ya en casa, escucho una noticia en la radio que me deja perpleja. El director de otra conocida línea aérea de bajo costo anuncia que su compañía está considerando que sus aviones vuelen sin copiloto. Por lo visto, razona el susodicho director, la figura del copiloto es prácticamente redundante. Su compañía está considerando entrenar a un miembro de la tripulación de cabina para menesteres de despegue y aterrizaje. Asegura que la decisión no está de ningún modo motivada por razones económicas. En realidad estos ejemplos no deberían asombrar a nadie. Los vuelos de bajo costo, el abaratamiento de los productos de consumo, desde los alimentos a la ropa, pasando por los aparatos electrónicos que renovamos mucho antes de que dejen de funcionar, motivados por el capricho o la tiranía de la moda, son todos productos de un sistema económico en el que oferta y demanda se retroalimentan. Es difícil establecer una relación de causalidad entre ambas: ya no podemos distinguir qué viene primero, si nuestro deseo de adquirir es lo que impulsa la oferta, o si la tentación del producto es lo que espolea nuestro deseo. Aunque sepamos que el capitalismo es precisamente esto último, en realidad hoy oferta y demanda son inseparables. En los llamados países desarrollados nos hemos acostumbrado a tener una elección seguramente inabarcable para la imaginación de muchos en otras partes del mundo menos privilegiadas. Las compañías se regodean, conscientes de lo difícil que nos resultaría ahora renunciar a tanto y cambiar nuestros hábitos. Compiten en el mercado con ferocidad, abaratando precios a sabiendas que el impacto lo amortiguan el operario y el productor al otro lado del mundo. Estas compañías tratan de vendernos no sólo productos, sino identidades e incluso buena conciencia. Ciertas cadenas de café, por ejemplo, muy populares en el país en el que resido, usan desde hace tiempo una interesante, aunque ya poco novedosa, estrategia de marketing. En sus establecimientos uno puede leer folletitos, en papel reciclado, en el que te cuentan sobre el origen del café que consumes o sobre el productor que ha cosechado ese café con sus propias manos, y cuyos hijos pueden ir al colegio gracias a esta benévola compañía y a nuestro consumo supuestamente responsable. Aún siendo muy loables, iniciativas tipo Comercio Justo se han convertido en condecoraciones en el pecho de multinacionales que lo único que buscan es aumentar sus beneficios mientras cínicamente apaciguan la conciencia del consumidor. Son precisamente estos gigantes los que controlan los precios del café en el mercado internacional y los que en el pasado han tratado de impedir que ciertos países patentaran sus propias especialidades autóctonas. Afirmar que volar tanto, consumir tanto, cambiar con tanta frecuencia de móvil y un largo etcétera no es sostenible para el planeta es casi caer en el cliché. De lo que al menos debemos ser conscientes, con el resignado fatalismo de mi compañero de vuelo, es que muchas veces el precio que pagamos por lo que consumimos no es su precio verdadero. Así que si algo sale mal, no nos queda ni el recurso de la pataleta. Δ Irene Macías es profesora de Lengua y Cultura Española en una universidad británica.
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